Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Pero en este caso las palabras se llenan de rabia e indignación.
En los últimos días, las imágenes nos han dado una ostia en la cara. Una ostia para que espabilemos. Un guantazo, en toda regla, para remover nuestras entrañas y nuestras conciencias.
La fotografía del pequeño Aylan es una bofetada al Norte capitalista, desarrollado y próspero. Ese Norte que concede el premio Nobel a un señor de la guerra y lo hace sin sonrojarse (…pero que perverso es todo esto…).
Me duele mucho esa escena. Me duele, porque somos incapaces de pensar más allá. De empatizar con otras realidades. Me duele, porque los derechos humanos son un papel mojado de buenas intenciones que no valen para nada. Mientras tanto la ONU hace ‘mutis por el foro’.
No me salen las palabras y se me crea un nudo en el estómago. Me cuesta mucho entender esta barbarie; las guerras, el fanatismo religioso, la venta de armas, los asesinatos de niñas y niñas,… A veces, se me hace difícil entender el mundo.
Me cuesta mucho entender el paripé de Europa y su reparto de refugiados/as como si fueran ganado. Me cuesta entender la insolidaridad de una parte de la población, que dicen: “¡Oye, que aquí también hay pobres!”, “¡no vaya a ser que ahora…!”.
Este verano el mediterráneo se llenó de fantasmas que huían de la guerra. Fantasmas que no llegaron a tierra seca. Fantasmas que golpean nuestras conciencias pidiendo ayuda y cobijo. ¡Cuánto nos cuesta ponernos en el lugar del otro, verdad! ¡Cuánto nos cuesta tender la mano!
Es terrible, hemos convertido la imagen en un símbolo, en un icono. Pero ¿cuántos iconos hacen falta? ¿Cuántos son necesarios para darnos cuenta que el sistema capitalista es cruel y sanguinario y qué es necesario cambiarlo? ¿Cuántos iconos necesitamos para reconocer que las religiones son el opio del pueblo? ¿Cuántos iconos necesitamos construir para movilizarnos y dejar de decir: “tenemos que hacer algo y ya va siendo tarde”
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