domingo, 8 de junio de 2025

Educar para fijar raíces: La educación social frente al reto demográfico

 


En los pueblos de Castilla donde las campanas suenan a lo lejos y las calles tienen nombre propio para cada vecina y vecino, también se siente el peso del silencio que deja la marcha constante de generaciones enteras. La despoblación no es solo un fenómeno demográfico: es una herida social, una pérdida de vínculos, de memoria, de identidad compartida. Y sin embargo, esos territorios siguen latiendo, esperando una mirada comprometida que reconozca su valor y sepa acompañarlos hacia un nuevo horizonte. Esa mirada es la de la educación social.

La educación social se instala en la vida cotidiana, escucha, comprende, construye junto a las personas. En el medio rural, su labor adquiere un valor incalculable: está llamada a ser motor de cohesión, canal de participación, generadora de sentido y facilitadora de procesos de transformación comunitaria.

Quienes ejercen la educación social en el medio rural lo saben bien: trabajar en el territorio no es solo intervenir sobre problemas, sino despertar capacidades, hacer emerger la voz colectiva, devolver a las comunidades la conciencia de su poder. En cada encuentro, en cada conversación, en cada proyecto compartido, se cultiva lo que Paulo Freire llamó la “conciencia crítica”, esa capacidad de comprender el mundo para transformarlo. La educación, como él afirmaba, no cambia el mundo por sí sola, pero cambia a las personas que pueden cambiar el mundo.

Desde esta pedagogía transformadora, la educación social propone una práctica profundamente ética, centrada en el diálogo, el respeto mutuo y la participación activa. No viene a salvar pueblos, sino a caminar junto a ellos, a reconocer su sabiduría, su historia, sus luchas, sus sueños. A facilitar procesos en los que la comunidad se reconozca como protagonista de su propio devenir.

Los educadores y educadoras sociales, al intervenir en estos contextos, detectan necesidades (in) visibles para otros enfoques técnicos. Acompañan a las personas mayores que viven solas, crean espacios de encuentro entre jóvenes que buscan un motivo para quedarse, apoyan a las familias que resisten con esfuerzo, fortalecen a asociaciones locales que luchan por mantener viva la cultura, el patrimonio, las tradiciones, la historia.

Pero la educación social no se limita a intervenir en lo urgente: trabaja también con lo importante. Propone proyectos a largo plazo, crea itinerarios de participación, fomenta el liderazgo comunitario, articula redes entre agentes del territorio. Ayuda a que los pueblos se reconozcan a sí mismos no solo como lugares que se resisten a desaparecer, sino como espacios llenos de vida y posibilidades.

Acciones concretas como la creación de talleres comunitarios, la dinamización de espacios intergeneracionales, el acompañamiento educativo a personas en riesgo de exclusión, la formación en competencias para la ciudadanía activa o la facilitación de procesos participativos en la toma de decisiones locales son solo algunas de las múltiples formas que puede adoptar la intervención socioeducativa en el medio rural. Cada una de ellas, bien orientada y con continuidad, siembra arraigo, pertenencia y proyecto de vida.

Además, la educación social puede jugar un papel clave en los procesos de acogida de nuevos vecinos y vecinas, trabajando por la convivencia, la inclusión y la integración de quienes llegan a repoblar. Puede facilitar el encuentro entre culturas, entre generaciones, entre modos de vida distintos, construyendo puentes en lugar de muros.

Frente al reto demográfico, hacen falta políticas públicas sostenidas, inversión en servicios y recursos estructurales. Pero también hacen falta profesionales capaces de activar comunidades desde dentro, de reconstruir el tejido social desde la confianza y la participación. Y eso es, precisamente, lo que aporta la educación social.

Porque repoblar no es solo llenar casas vacías: es volver a hacer comunidad. Es dignificar la vida en el territorio. Es hacer posible que cada persona pueda desarrollar su proyecto vital sin tener que irse.

La educación social, con su vocación humanista y mirada holística, con su apuesta decidida por la justicia social y la equidad territorial, tiene la capacidad de ser una fuerza transformadora en esta tarea. Una fuerza silenciosa pero persistente, que cree en las personas, en los procesos y en la capacidad de los pueblos para reinventarse sin perder su esencia.

Frente al abandono, presencia. Frente a la soledad, encuentro. Frente a la resignación, proyecto. Frente al olvido, memoria colectiva. Frente a la despoblación, educación.

Porque educar en el medio rural es mucho más que enseñar: es cuidar, es acompañar, es hacer posible. Es sembrar futuro en la tierra que nos sostiene. Es, como nos enseñó Freire, un acto de amor y de valentía. Una práctica de libertad.

viernes, 2 de mayo de 2025

Lo que el desarrollo rural no ve: el potencial olvidado de la Educación Social en LEADER


El medio rural europeo, y en particular el español, se enfrenta desde hace décadas a desafíos estructurales profundos que comprometen su futuro: pérdida progresiva de población, envejecimiento, desarticulación comunitaria y falta de oportunidades para las nuevas generaciones. Frente a estos desafíos, el enfoque LEADER se ha consolidado como una estrategia efectiva para el desarrollo territorial desde una lógica ascendente y participativa. Sin embargo, pese a su potencial, en muchos territorios su aplicación se ha centrado en aspectos técnico-administrativos, debilitando su dimensión social y comunitaria.

Aquí es donde la Educación Social adquiere relevancia como un recurso estratégico no suficientemente incorporado en los procesos de desarrollo rural. Su potencial va mucho más allá de la intervención con colectivos en situación de vulnerabilidad; se trata de una disciplina orientada a generar procesos de transformación social mediante la participación activa, el acompañamiento educativo y la construcción de vínculos comunitarios. La figura del educador o educadora social representa un perfil profesional cualificado para dinamizar el territorio desde una mirada holística, crítica y profundamente arraigada en lo local.

El enfoque LEADER requiere de procesos de animación territorial que activen a la comunidad, generen implicación real y construyan gobernanza desde abajo. No basta con consultar a la ciudadanía, es necesario crear las condiciones para que participe con capacidad de incidencia, desde sus saberes, vivencias y vínculos con el territorio. En este sentido, la Educación Social aporta una metodología propia que combina la escucha activa, la dinamización grupal, el enfoque pedagógico y el compromiso ético con la equidad. A diferencia de otras profesiones, el educador/a social no se limita a intervenir en lo puntual, sino que teje relaciones de confianza sostenidas, promueve aprendizajes colectivos y articula redes entre actores diversos.

En territorios rurales donde la desafección institucional es alta, donde la participación ha sido históricamente limitada o instrumentalizada, donde las desigualdades sociales se entrecruzan con las brechas territoriales, el trabajo socioeducativo resulta fundamental para generar procesos de empoderamiento y cohesión. El profesional de la educación social puede convertirse en una pieza clave para identificar actores informales, visibilizar necesidades silenciadas, activar recursos endógenos y acompañar procesos de cambio desde la comunidad. Su intervención no responde a esquemas prefijados, sino que parte del análisis de la realidad, del respeto a las dinámicas locales y de la adaptación metodológica constante.

En el marco del enfoque LEADER, donde la transversalidad y el enfoque multisectorial son principios fundamentales, la Educación Social puede actuar como bisagra entre sectores. Su experiencia en la articulación de redes y proyectos integrales permite conectar lo educativo, lo cultural, y lo social en una estrategia coherente y adaptada a las particularidades de cada territorio. Además, su presencia puede favorecer procesos de evaluación cualitativa y de aprendizaje colectivo, incorporando miradas diversas y fomentando la corresponsabilidad.

La innovación, otro de los pilares del enfoque LEADER, encuentra en la Educación Social un aliado natural. Lejos de ser una innovación tecnológica o exclusivamente económica, se trata de promover formas nuevas de relación, de gestión comunitaria, de resolución de conflictos, de diseño participativo. En todos estos campos, la Educación Social ha desarrollado herramientas y enfoques que pueden fortalecer las capacidades locales y contribuir a un desarrollo rural más inclusivo, resiliente y sostenible.

A pesar de estas potencialidades, la presencia de profesionales de la educación social en los Grupos de Acción Local o en las estructuras técnicas de los programas LEADER sigue siendo marginal. Esta ausencia no responde a una falta de encaje funcional, sino a una concepción limitada del desarrollo, que prioriza lo tangible y cuantificable frente a los procesos sociales, educativos y simbólicos que permiten que ese desarrollo se sostenga en el tiempo. Incorporar el enfoque socioeducativo no es añadir una capa más al enfoque LEADER, es recuperar su dimensión más transformadora: la de generar cambios desde el protagonismo de las personas y comunidades rurales.

Frente a la tentación de responder a las necesidades del medio rural con más tecnocracia o con intervenciones puntuales, es necesario apostar por profesionales capaces de habitar el territorio, de generar confianza, de activar lo que ya existe y de acompañar procesos a medio-largo plazo, complejos y profundamente comunitarios. La Educación Social no es un lujo ni un añadido, sino una pieza estructural para que el desarrollo rural sea verdaderamente comunitario. Su inclusión en la aplicación del enfoque LEADER permitiría no solo mejorar la eficacia de las intervenciones, sino también reconfigurar el modo en que entendemos el territorio, el desarrollo y la participación.

viernes, 18 de abril de 2025

Ruralidad o barbarie: rehacer el mundo desde los márgenes

 


Por mucho tiempo, se ha instalado una idea tan equivocada como peligrosa: que el medio rural es sinónimo de atraso, lentitud, ignorancia; y que lo urbano, en cambio, representa progreso, inteligencia, futuro. Pero, ¿y si fuera al revés? ¿Y si esa visión no es más que el reflejo de una cultura que ha confundido velocidad con evolución, consumo con bienestar, y ruido con vida?

Vivimos en una época donde los grandes centros urbanos, supuestamente modelos de desarrollo, están al borde del colapso. Atascos interminables, aire irrespirable, crisis habitacional, soledad en medio de la multitud, estrés crónico, alimentos sin origen, agua sin pureza, ansiolíticos, tiempo sin alma. Si eso es progreso, ¿por qué nos sentimos cada vez peor?

La barbarie ya no es lo remoto ni lo desconocido. Hoy habita en el centro de las grandes ciudades. Es la desconexión total con la tierra, con los ritmos vitales, con los procesos naturales. Es vivir sin saber de dónde viene lo que comemos ni a dónde va lo que desechamos. Es vivir sin tiempo para vivir. Y es, también, mirar hacia ‘lo rural’ y ver solo nostalgia, sin entender que ahí puede estar la clave de lo que viene.

Durante décadas, la narrativa dominante ha alimentado una silenciosa tragedia: la despoblación rural. Pueblos que se vacían, escuelas que cierran, servicios que desaparecen. El éxodo hacia las ciudades no ha sido libre ni voluntario; ha sido la consecuencia de décadas de abandono. ¿Cómo quedarse en un lugar donde ya no hay médico, ni empleo, ni transporte, ni futuro? ¿Cómo resistir cuando incluso la política y los medios ignoran sistemáticamente estos territorios?

Pero la despoblación no es solo una consecuencia; es una advertencia. Es el síntoma de un modelo insostenible, que concentra oportunidades en unas pocas ciudades mientras abandona los territorios que alimentan, oxigenan y sostienen al conjunto.

La ruralidad no es ausencia: es resistencia. Es una forma de habitar el mundo que reconoce los límites, valora el equilibrio y proyecta el futuro con los pies en la tierra, literalmente. Es calidad de vida, paisajes que enseñan, agricultura y ganadería regenerativas, soberanía alimentaria, aire limpio, silencio fértil. Es tiempo. Tiempo para trabajar, pero también para descansar, pensar, compartir. Es infancia con aire puro, vejez acompañada, juventud con propósito.

Innovar no es solo programar una App; también lo es recuperar suelos, captar carbono desde el cultivo, generar energía limpia, diversificar la producción, reconstruir comunidad. Desde los pueblos se está pensando el mundo que viene, porque en muchas ciudades actuales ya no hay espacio ni margen para imaginar algo más allá de la supervivencia.

Pero nada de esto será posible si no revertimos el abandono. La despoblación no se combate con nostalgia, sino con derechos. Con conectividad real, infraestructuras adaptadas, servicios públicos garantizados. Con políticas que no vean al medio rural como una carga a gestionar, sino como un motor a impulsar.

No se trata de romantizar la vida rural —que tiene también sus desafíos—, sino de entender que en la escala humana, en el vínculo con la naturaleza, en la producción con conciencia, puede estar la base de un nuevo progreso. Uno que no se mida solo por el crecimiento del PIB, sino por la salud de los ecosistemas, el bienestar de las personas y la continuidad de la vida.

“Ruralidad o barbarie” no es una consigna exagerada. Es una bifurcación real. Podemos seguir apostando por un modelo que nos aleja de lo esencial, o podemos volver a mirar al medio rural —no como pasado, sino como posibilidad— y reconstruir desde ahí un nuevo horizonte.

Porque tal vez el verdadero progreso… consista, simplemente, en volver a pertenecer.