jueves, 3 de julio de 2025

El eco que nadie quiere oír: cuando la despoblación se convierte en negocio

 


La despoblación rural en España constituye uno de los desafíos estructurales más complejos y urgentes del país. Sin embargo, en la última década, este fenómeno ha sido objeto de una creciente mercantilización, dando lugar a una industria dedicada a la “repoblación” que, en muchos casos, prioriza la generación de discursos y la obtención de recursos sobre la transformación real de los territorios afectados. Este artículo analiza críticamente dicha dinámica, poniendo en evidencia cómo muchas iniciativas externas reproducen modelos estandarizados y desconectados de las realidades locales, mientras que los Grupos de Acción Local, con profundo arraigo y compromiso comunitario, desempeñan un papel fundamental en la construcción de alternativas genuinas y sostenibles. La reflexión aquí propuesta invita a repensar las políticas públicas y el enfoque hacia el desarrollo rural, subrayando la importancia de fortalecer las capacidades locales y reconocer el valor de la participación comunitaria para enfrentar el reto demográfico desde una perspectiva ética y efectiva.

 

En la España rural, donde el silencio de los pueblos vacíos resuena más fuerte que cualquier campaña institucional, se ha instalado una industria silenciosa y creciente: el negocio de la despoblación. Un fenómeno que debería interpelar al conjunto de la sociedad y de las administraciones públicas como un reto histórico, estructural y ético, ha sido progresivamente transformado en una oportunidad económica para un conjunto de empresas, entidades y agentes que han profesionalizado el discurso de la repoblación y lo han convertido en un producto vendible a los pequeños ayuntamientos que, cada vez con menos margen de maniobra, buscan soluciones desesperadas para no desaparecer.

 

Esta dinámica parte de una premisa perversa: convertir el drama demográfico en una fuente de ingresos a través de proyectos que, lejos de transformar las condiciones de vida en los territorios rurales, buscan más bien generar visibilidad mediática y sostener estructuras organizativas que viven del relato, no del resultado. Con frecuencia, estas empresas prometen atraer familias o personas emprendedoras al medio rural, revitalizar el tejido económico local o crear comunidad a través de “dinámicas participativas”. Sin embargo, muchas veces detrás de esos discursos hay poco más que diagnósticos repetidos, jornadas de sensibilización, acompañamientos superficiales que, por sí solos, no inciden en los factores estructurales que vacían los pueblos: la falta de empleo, la escasez de servicios, la dificultad en el acceso a la vivienda o la desconexión con los centros administrativos y económicos.

 

El problema no radica únicamente en que estos proyectos sean puntuales o tengan una efectividad limitada. El verdadero problema es que muchas de estas iniciativas funcionan como auténticas franquicias del territorio, replicando esquemas prefabricados en municipios muy distintos entre sí, sin un conocimiento real del contexto ni una vinculación sostenida con la comunidad local. Se trabaja con una lógica de intervención vertical, en la que el territorio se convierte en un “cliente” y sus habitantes en beneficiarios pasivos de un proceso que no controlan ni planifican. A menudo, los datos de resultados son confusos o inflados; los informes de evaluación, inexistentes o elaborados por las propias entidades que reciben los fondos. Se habla mucho de impacto social, pero no hay trazabilidad ni garantía de continuidad. Y una vez acaba el proyecto, el territorio queda igual o peor que antes, pero con menos presupuesto disponible.

 

Lo más grave de este modelo es que se financia con dinero público. Son los ayuntamientos —los más vulnerables, los que menos personal técnico tienen, los que más sufren los recortes y la falta de apoyo estructural— los que terminan contratando estos servicios ante la presión por ofrecer resultados visibles. Muchas veces, lo hacen sin poder evaluar otras alternativas o sin conocer el historial de efectividad real de estas iniciativas. De este modo, el dinero que podría destinarse a mejorar servicios básicos, a ayudar a jóvenes del pueblo que quieren emprender, a rehabilitar viviendas vacías o a reforzar infraestructuras fundamentales, termina diluyéndose en contratos con agentes externos que no generan valor duradero en el territorio.

 

Frente a esta lógica mercantilizada de la despoblación, es urgente y necesario recuperar el sentido profundo de las políticas públicas como herramienta de cohesión territorial. No basta con fomentar la innovación social de escaparate. Hay que reforzar estructuralmente las capacidades de los pequeños ayuntamientos rurales, dotándolos de recursos económicos estables, personal técnico cualificado, formación continua y herramientas de planificación a medio y largo plazo. La mayoría de estas entidades locales trabajan con una sobrecarga descomunal, con plantillas mínimas y sin el respaldo adecuado de las administraciones provinciales, autonómicas y estatales. No se puede exigir gestión transformadora desde estructuras institucionales debilitadas. Dotar de músculo a los gobiernos locales rurales no es un gasto: es una inversión en organización y democracia territorial.

 

En paralelo, debe reconocerse y apoyarse decididamente a los Grupos de Acción Local (asociaciones sin ánimo de lucro) que llevan más de tres décadas trabajando en los pueblos desde el compromiso real con la comunidad y bajo la contrastada metodología LEADER, avalada por la Comisión Europea. Estas organizaciones no son recién llegadas. Están formadas por los propios habitantes de los territorios: personas y entidades que han vivido el deterioro institucional, que han resistido el desarraigo y que han generado soluciones con escasos recursos. Su trabajo es sostenido, discreto y profundamente transformador. A lo largo de los años, entre otras iniciativas han articulado redes de cooperación, impulsando iniciativas empresariales, desarrollado proyectos de inserción laboral y emprendimiento, dinamizando la cultura, el turismo, el patrimonio local,… y acompañando procesos educativos o asistenciales allí donde los servicios públicos escaseaban.

 

Los Grupos de Acción Local, además, funcionan como espacios de articulación territorial. Reúnen a todos los grupos de interés de las comarcas: entidades locales, OPAs, asociaciones y colectivos de jóvenes, mujeres, culturales,… personas autónomas, pymes, colectivos profesionales,… En ellas se producen debates reales sobre el futuro de los territorios. Su legitimidad social no se compra: se gana con años de trabajo, de confianza, de presencia constante. Y esa legitimidad los convierte en interlocutores fundamentales para cualquier política pública rural que aspire a durar. Son capaces de traducir las políticas en acciones concretas y de mediar entre las instituciones y la ciudadanía, especialmente en contextos donde la desafección institucional es alta.

 

Su papel también es esencial como agentes de innovación social genuina. No aquella basada en etiquetas de moda o en tecnofórmulas importadas, sino en soluciones nacidas de la necesidad, el ingenio local y la experiencia compartida. Han sabido encontrar caminos para combatir la soledad no deseada, para integrar población migrante, para reactivar espacios públicos o para generar economías comunitarias en zonas donde nadie invertía. Su conocimiento del territorio, de los tiempos y de las relaciones humanas las convierte en las principales expertas en ruralidad, aunque rara vez sean tratadas como tales en los foros institucionales.

 

En este sentido, su acción tiene una dimensión pedagógica profunda que recuerda tanto a las tesis del pedagogo Anton Makárenko —quien defendía que la transformación individual solo puede surgir en el marco de una comunidad cohesionada y con proyecto compartido— como a la pedagogía crítica de Henry Giroux, quien advierte que todo espacio social es también un espacio educativo y, por tanto, una arena política. Según Giroux, cuando se despoja a las comunidades de su capacidad de imaginar y construir su propio futuro, no solo se las margina económicamente, sino también cultural y pedagógicamente. Los Grupos de Acción Local, por el contrario, luchan por mantener vivo ese derecho a imaginar lo común, a debatir el modelo de desarrollo y a ejercer una ciudadanía activa, crítica y transformadora desde el territorio.

 

A esta reflexión se suma con fuerza el pensamiento de Zygmunt Bauman, quien definió la modernidad líquida como aquella en la que los vínculos, los compromisos y los marcos colectivos se disuelven, reemplazados por relaciones frágiles, móviles e individualizadas. La manera en que hoy se aborda la despoblación desde ciertas lógicas externas parece reproducir esa misma liquidez: iniciativas que no echan raíces, propuestas desconectadas de la memoria del lugar, y promesas efímeras que no generan vínculos duraderos. Los territorios rurales, tradicionalmente caracterizados por sus lazos fuertes, por la densidad relacional y la construcción comunitaria, están siendo invadidos por esta lógica líquida que convierte a las personas en “usuarios” y a los pueblos en “experiencias piloto”. Frente a esa liquidez, los Grupos de Acción Local representan —paradójicamente— una forma de resistencia sólida: trabajan para reconstruir tejido, para generar sentido de pertenencia, para anclar proyectos de vida en un tiempo y un lugar.

 

Y lo hacen a menudo con recursos limitados y sorteando complejidades administrativas que no siempre se ajustan a su capacidad operativa. Esta situación pone de relieve una desigualdad que convendría revisar. Los Grupos de Acción Local por su transversalidad (emprendimiento, empleo, turismo, acción social, transición energética, patrimonio, vivienda, relevo generacional…), por su arraigo y conocimiento profundo del territorio, deberían ser reconocidos como actores clave del desarrollo rural y contar con mecanismos estables de financiación, mejor acceso a fondos públicos y una participación activa en la definición y aplicación de las políticas que afectan a las comunidades donde actúan.

 

En este contexto y ante la inminente reforma del Marco Financiero Plurianual (MFP) de la UE (2028-2034) y la posible revisión de la PAC, es fundamental reafirmar el papel de los Grupos de Acción Local y del programa LEADER como una herramienta clave para el desarrollo rural, por su enfoque participativo y su capacidad para involucrar a la sociedad civil en la toma de decisiones locales; defender el segundo pilar de la PAC, dedicado al desarrollo rural, dentro del próximo MFP, garantizando recursos suficientes para afrontar los desafíos de los territorios rurales; e impulsar el Pacto Rural Europeo como una estrategia transversal que sitúe al medio rural en el centro de las políticas de la UE, más allá del ámbito exclusivo de la PAC. Por otra parte, es imprescindible reconocer que el programa LEADER no es una política secundaria, sino una pieza central que contribuye a la gobernanza participativa, la cohesión territorial, el reto demográfico y la construcción de comunidad, elementos esenciales para un futuro justo, equilibrado y sostenible en las zonas rurales de Europa.

 

Frente al ruido de la industria de la repoblación, el trabajo constante y silencioso de los Grupos de Acción Local ha sido el verdadero sostén de muchos territorios rurales europeos durante décadas. Y si de verdad queremos repoblar desde la justicia social y la sostenibilidad, el camino no está en multiplicar consultoras ni externalizar discursos: está en apoyar a quienes llevan años repoblando de verdad, desde abajo, sin más interés que el bien común. Porque si hay algo que sobra en los pueblos, no son habitantes: es oportunismo disfrazado de solución. Y si hay algo que falta, es voluntad política para apostar de verdad por una ruralidad con derechos, con futuro y con voz propia.


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