La despoblación rural en España
constituye uno de los desafíos estructurales más complejos y urgentes del país.
Sin embargo, en la última década, este fenómeno ha sido objeto de una creciente
mercantilización, dando lugar a una industria dedicada a la “repoblación” que,
en muchos casos, prioriza la generación de discursos y la obtención de recursos
sobre la transformación real de los territorios afectados. Este artículo
analiza críticamente dicha dinámica, poniendo en evidencia cómo muchas
iniciativas externas reproducen modelos estandarizados y desconectados de las
realidades locales, mientras que los Grupos de Acción Local, con profundo
arraigo y compromiso comunitario, desempeñan un papel fundamental en la
construcción de alternativas genuinas y sostenibles. La reflexión aquí
propuesta invita a repensar las políticas públicas y el enfoque hacia el
desarrollo rural, subrayando la importancia de fortalecer las capacidades
locales y reconocer el valor de la participación comunitaria para enfrentar el
reto demográfico desde una perspectiva ética y efectiva.
En la España
rural, donde el silencio de los pueblos vacíos resuena más fuerte que cualquier
campaña institucional, se ha instalado una industria silenciosa y creciente: el
negocio de la despoblación. Un fenómeno que debería interpelar al conjunto de
la sociedad y de las administraciones públicas como un reto histórico,
estructural y ético, ha sido progresivamente transformado en una oportunidad
económica para un conjunto de empresas, entidades y agentes que han
profesionalizado el discurso de la repoblación y lo han convertido en un
producto vendible a los pequeños ayuntamientos que, cada vez con menos margen
de maniobra, buscan soluciones desesperadas para no desaparecer.
Esta dinámica
parte de una premisa perversa: convertir el drama demográfico en una fuente de
ingresos a través de proyectos que, lejos de transformar las condiciones de
vida en los territorios rurales, buscan más bien generar visibilidad mediática
y sostener estructuras organizativas que viven del relato, no del resultado.
Con frecuencia, estas empresas prometen atraer familias o personas emprendedoras
al medio rural, revitalizar el tejido económico local o crear comunidad a
través de “dinámicas participativas”. Sin embargo, muchas veces detrás de esos
discursos hay poco más que diagnósticos repetidos, jornadas de sensibilización,
acompañamientos superficiales que, por sí solos, no inciden en los factores
estructurales que vacían los pueblos: la falta de empleo, la escasez de
servicios, la dificultad en el acceso a la vivienda o la desconexión con los
centros administrativos y económicos.
El problema
no radica únicamente en que estos proyectos sean puntuales o tengan una
efectividad limitada. El verdadero problema es que muchas de estas iniciativas
funcionan como auténticas franquicias del territorio, replicando esquemas
prefabricados en municipios muy distintos entre sí, sin un conocimiento real
del contexto ni una vinculación sostenida con la comunidad local. Se trabaja
con una lógica de intervención vertical, en la que el territorio se convierte
en un “cliente” y sus habitantes en beneficiarios pasivos de un proceso que no
controlan ni planifican. A menudo, los datos de resultados son confusos o
inflados; los informes de evaluación, inexistentes o elaborados por las propias
entidades que reciben los fondos. Se habla mucho de impacto social, pero no hay
trazabilidad ni garantía de continuidad. Y una vez acaba el proyecto, el
territorio queda igual o peor que antes, pero con menos presupuesto disponible.
Lo más grave
de este modelo es que se financia con dinero público. Son los ayuntamientos —los
más vulnerables, los que menos personal técnico tienen, los que más sufren los
recortes y la falta de apoyo estructural— los que terminan contratando estos
servicios ante la presión por ofrecer resultados visibles. Muchas veces, lo
hacen sin poder evaluar otras alternativas o sin conocer el historial de
efectividad real de estas iniciativas. De este modo, el dinero que podría
destinarse a mejorar servicios básicos, a ayudar a jóvenes del pueblo que
quieren emprender, a rehabilitar viviendas vacías o a reforzar infraestructuras
fundamentales, termina diluyéndose en contratos con agentes externos que no
generan valor duradero en el territorio.
Frente a esta
lógica mercantilizada de la despoblación, es urgente y necesario recuperar el
sentido profundo de las políticas públicas como herramienta de cohesión
territorial. No basta con fomentar la innovación social de escaparate. Hay que
reforzar estructuralmente las capacidades de los pequeños ayuntamientos
rurales, dotándolos de recursos económicos estables, personal técnico
cualificado, formación continua y herramientas de planificación a medio y largo
plazo. La mayoría de estas entidades locales trabajan con una sobrecarga
descomunal, con plantillas mínimas y sin el respaldo adecuado de las
administraciones provinciales, autonómicas y estatales. No se puede exigir
gestión transformadora desde estructuras institucionales debilitadas. Dotar de
músculo a los gobiernos locales rurales no es un gasto: es una inversión en organización
y democracia territorial.
En paralelo,
debe reconocerse y apoyarse decididamente a los Grupos de Acción Local (asociaciones
sin ánimo de lucro) que llevan más de tres décadas trabajando en los pueblos
desde el compromiso real con la comunidad y bajo la contrastada metodología
LEADER, avalada por la Comisión Europea. Estas organizaciones no son recién
llegadas. Están formadas por los propios habitantes de los territorios:
personas y entidades que han vivido el deterioro institucional, que han
resistido el desarraigo y que han generado soluciones con escasos recursos. Su
trabajo es sostenido, discreto y profundamente transformador. A lo largo de los
años, entre otras iniciativas han articulado redes de cooperación, impulsando
iniciativas empresariales, desarrollado proyectos de inserción laboral y
emprendimiento, dinamizando la cultura, el turismo, el patrimonio local,… y acompañando
procesos educativos o asistenciales allí donde los servicios públicos
escaseaban.
Los Grupos de
Acción Local, además, funcionan como espacios de articulación territorial.
Reúnen a todos los grupos de interés de las comarcas: entidades locales, OPAs, asociaciones
y colectivos de jóvenes, mujeres, culturales,… personas autónomas, pymes,
colectivos profesionales,… En ellas se producen debates reales sobre el futuro
de los territorios. Su legitimidad social no se compra: se gana con años de
trabajo, de confianza, de presencia constante. Y esa legitimidad los convierte
en interlocutores fundamentales para cualquier política pública rural que
aspire a durar. Son capaces de traducir las políticas en acciones concretas y
de mediar entre las instituciones y la ciudadanía, especialmente en contextos
donde la desafección institucional es alta.
Su papel
también es esencial como agentes de innovación social genuina. No aquella
basada en etiquetas de moda o en tecnofórmulas importadas, sino en soluciones
nacidas de la necesidad, el ingenio local y la experiencia compartida. Han
sabido encontrar caminos para combatir la soledad no deseada, para integrar
población migrante, para reactivar espacios públicos o para generar economías
comunitarias en zonas donde nadie invertía. Su conocimiento del territorio, de
los tiempos y de las relaciones humanas las convierte en las principales
expertas en ruralidad, aunque rara vez sean tratadas como tales en los foros institucionales.
En este
sentido, su acción tiene una dimensión pedagógica profunda que recuerda tanto a
las tesis del pedagogo Anton Makárenko —quien defendía que la transformación
individual solo puede surgir en el marco de una comunidad cohesionada y con
proyecto compartido— como a la pedagogía crítica de Henry Giroux, quien
advierte que todo espacio social es también un espacio educativo y, por tanto,
una arena política. Según Giroux, cuando se despoja a las comunidades de su
capacidad de imaginar y construir su propio futuro, no solo se las margina
económicamente, sino también cultural y pedagógicamente. Los Grupos de Acción
Local, por el contrario, luchan por mantener vivo ese derecho a imaginar lo
común, a debatir el modelo de desarrollo y a ejercer una ciudadanía activa,
crítica y transformadora desde el territorio.
A esta
reflexión se suma con fuerza el pensamiento de Zygmunt Bauman, quien definió la
modernidad líquida como aquella en la que los vínculos, los compromisos y los
marcos colectivos se disuelven, reemplazados por relaciones frágiles, móviles e
individualizadas. La manera en que hoy se aborda la despoblación desde ciertas
lógicas externas parece reproducir esa misma liquidez: iniciativas que no echan
raíces, propuestas desconectadas de la memoria del lugar, y promesas efímeras
que no generan vínculos duraderos. Los territorios rurales, tradicionalmente
caracterizados por sus lazos fuertes, por la densidad relacional y la
construcción comunitaria, están siendo invadidos por esta lógica líquida que
convierte a las personas en “usuarios” y a los pueblos en “experiencias piloto”.
Frente a esa liquidez, los Grupos de Acción Local representan —paradójicamente—
una forma de resistencia sólida: trabajan para reconstruir tejido, para generar
sentido de pertenencia, para anclar proyectos de vida en un tiempo y un lugar.
Y lo hacen a
menudo con recursos limitados y sorteando complejidades administrativas que no
siempre se ajustan a su capacidad operativa. Esta situación pone de relieve una
desigualdad que convendría revisar. Los Grupos de Acción Local por su
transversalidad (emprendimiento, empleo, turismo, acción social, transición
energética, patrimonio, vivienda, relevo generacional…), por su arraigo y
conocimiento profundo del territorio, deberían ser reconocidos como actores
clave del desarrollo rural y contar con mecanismos estables de financiación,
mejor acceso a fondos públicos y una participación activa en la definición y
aplicación de las políticas que afectan a las comunidades donde actúan.
En este
contexto y ante la inminente reforma del Marco Financiero Plurianual (MFP) de
la UE (2028-2034) y la posible revisión de la PAC, es fundamental reafirmar el
papel de los Grupos de Acción Local y del programa LEADER como una herramienta
clave para el desarrollo rural, por su enfoque participativo y su capacidad
para involucrar a la sociedad civil en la toma de decisiones locales; defender
el segundo pilar de la PAC, dedicado al desarrollo rural, dentro del próximo MFP,
garantizando recursos suficientes para afrontar los desafíos de los territorios
rurales; e impulsar el Pacto Rural Europeo como una estrategia transversal que
sitúe al medio rural en el centro de las políticas de la UE, más allá del
ámbito exclusivo de la PAC. Por otra parte, es imprescindible reconocer que el
programa LEADER no es una política secundaria, sino una pieza central que
contribuye a la gobernanza participativa, la cohesión territorial, el reto
demográfico y la construcción de comunidad, elementos esenciales para un futuro
justo, equilibrado y sostenible en las zonas rurales de Europa.
Frente al
ruido de la industria de la repoblación, el trabajo constante y silencioso de
los Grupos de Acción Local ha sido el verdadero sostén de muchos territorios
rurales europeos durante décadas. Y si de verdad queremos repoblar desde la
justicia social y la sostenibilidad, el camino no está en multiplicar
consultoras ni externalizar discursos: está en apoyar a quienes llevan años
repoblando de verdad, desde abajo, sin más interés que el bien común. Porque si
hay algo que sobra en los pueblos, no son habitantes: es oportunismo disfrazado
de solución. Y si hay algo que falta, es voluntad política para apostar de
verdad por una ruralidad con derechos, con futuro y con voz propia.