viernes, 2 de mayo de 2025

Lo que el desarrollo rural no ve: el potencial olvidado de la Educación Social en LEADER


El medio rural europeo, y en particular el español, se enfrenta desde hace décadas a desafíos estructurales profundos que comprometen su futuro: pérdida progresiva de población, envejecimiento, desarticulación comunitaria y falta de oportunidades para las nuevas generaciones. Frente a estos desafíos, el enfoque LEADER se ha consolidado como una estrategia efectiva para el desarrollo territorial desde una lógica ascendente y participativa. Sin embargo, pese a su potencial, en muchos territorios su aplicación se ha centrado en aspectos técnico-administrativos, debilitando su dimensión social y comunitaria.

Aquí es donde la Educación Social adquiere relevancia como un recurso estratégico no suficientemente incorporado en los procesos de desarrollo rural. Su potencial va mucho más allá de la intervención con colectivos en situación de vulnerabilidad; se trata de una disciplina orientada a generar procesos de transformación social mediante la participación activa, el acompañamiento educativo y la construcción de vínculos comunitarios. La figura del educador o educadora social representa un perfil profesional cualificado para dinamizar el territorio desde una mirada holística, crítica y profundamente arraigada en lo local.

El enfoque LEADER requiere de procesos de animación territorial que activen a la comunidad, generen implicación real y construyan gobernanza desde abajo. No basta con consultar a la ciudadanía, es necesario crear las condiciones para que participe con capacidad de incidencia, desde sus saberes, vivencias y vínculos con el territorio. En este sentido, la Educación Social aporta una metodología propia que combina la escucha activa, la dinamización grupal, el enfoque pedagógico y el compromiso ético con la equidad. A diferencia de otras profesiones, el educador/a social no se limita a intervenir en lo puntual, sino que teje relaciones de confianza sostenidas, promueve aprendizajes colectivos y articula redes entre actores diversos.

En territorios rurales donde la desafección institucional es alta, donde la participación ha sido históricamente limitada o instrumentalizada, donde las desigualdades sociales se entrecruzan con las brechas territoriales, el trabajo socioeducativo resulta fundamental para generar procesos de empoderamiento y cohesión. El profesional de la educación social puede convertirse en una pieza clave para identificar actores informales, visibilizar necesidades silenciadas, activar recursos endógenos y acompañar procesos de cambio desde la comunidad. Su intervención no responde a esquemas prefijados, sino que parte del análisis de la realidad, del respeto a las dinámicas locales y de la adaptación metodológica constante.

En el marco del enfoque LEADER, donde la transversalidad y el enfoque multisectorial son principios fundamentales, la Educación Social puede actuar como bisagra entre sectores. Su experiencia en la articulación de redes y proyectos integrales permite conectar lo educativo, lo cultural, y lo social en una estrategia coherente y adaptada a las particularidades de cada territorio. Además, su presencia puede favorecer procesos de evaluación cualitativa y de aprendizaje colectivo, incorporando miradas diversas y fomentando la corresponsabilidad.

La innovación, otro de los pilares del enfoque LEADER, encuentra en la Educación Social un aliado natural. Lejos de ser una innovación tecnológica o exclusivamente económica, se trata de promover formas nuevas de relación, de gestión comunitaria, de resolución de conflictos, de diseño participativo. En todos estos campos, la Educación Social ha desarrollado herramientas y enfoques que pueden fortalecer las capacidades locales y contribuir a un desarrollo rural más inclusivo, resiliente y sostenible.

A pesar de estas potencialidades, la presencia de profesionales de la educación social en los Grupos de Acción Local o en las estructuras técnicas de los programas LEADER sigue siendo marginal. Esta ausencia no responde a una falta de encaje funcional, sino a una concepción limitada del desarrollo, que prioriza lo tangible y cuantificable frente a los procesos sociales, educativos y simbólicos que permiten que ese desarrollo se sostenga en el tiempo. Incorporar el enfoque socioeducativo no es añadir una capa más al enfoque LEADER, es recuperar su dimensión más transformadora: la de generar cambios desde el protagonismo de las personas y comunidades rurales.

Frente a la tentación de responder a las necesidades del medio rural con más tecnocracia o con intervenciones puntuales, es necesario apostar por profesionales capaces de habitar el territorio, de generar confianza, de activar lo que ya existe y de acompañar procesos a medio-largo plazo, complejos y profundamente comunitarios. La Educación Social no es un lujo ni un añadido, sino una pieza estructural para que el desarrollo rural sea verdaderamente comunitario. Su inclusión en la aplicación del enfoque LEADER permitiría no solo mejorar la eficacia de las intervenciones, sino también reconfigurar el modo en que entendemos el territorio, el desarrollo y la participación.

viernes, 18 de abril de 2025

Ruralidad o barbarie: rehacer el mundo desde los márgenes

 


Por mucho tiempo, se ha instalado una idea tan equivocada como peligrosa: que el medio rural es sinónimo de atraso, lentitud, ignorancia; y que lo urbano, en cambio, representa progreso, inteligencia, futuro. Pero, ¿y si fuera al revés? ¿Y si esa visión no es más que el reflejo de una cultura que ha confundido velocidad con evolución, consumo con bienestar, y ruido con vida?

Vivimos en una época donde los grandes centros urbanos, supuestamente modelos de desarrollo, están al borde del colapso. Atascos interminables, aire irrespirable, crisis habitacional, soledad en medio de la multitud, estrés crónico, alimentos sin origen, agua sin pureza, ansiolíticos, tiempo sin alma. Si eso es progreso, ¿por qué nos sentimos cada vez peor?

La barbarie ya no es lo remoto ni lo desconocido. Hoy habita en el centro de las grandes ciudades. Es la desconexión total con la tierra, con los ritmos vitales, con los procesos naturales. Es vivir sin saber de dónde viene lo que comemos ni a dónde va lo que desechamos. Es vivir sin tiempo para vivir. Y es, también, mirar hacia ‘lo rural’ y ver solo nostalgia, sin entender que ahí puede estar la clave de lo que viene.

Durante décadas, la narrativa dominante ha alimentado una silenciosa tragedia: la despoblación rural. Pueblos que se vacían, escuelas que cierran, servicios que desaparecen. El éxodo hacia las ciudades no ha sido libre ni voluntario; ha sido la consecuencia de décadas de abandono. ¿Cómo quedarse en un lugar donde ya no hay médico, ni empleo, ni transporte, ni futuro? ¿Cómo resistir cuando incluso la política y los medios ignoran sistemáticamente estos territorios?

Pero la despoblación no es solo una consecuencia; es una advertencia. Es el síntoma de un modelo insostenible, que concentra oportunidades en unas pocas ciudades mientras abandona los territorios que alimentan, oxigenan y sostienen al conjunto.

La ruralidad no es ausencia: es resistencia. Es una forma de habitar el mundo que reconoce los límites, valora el equilibrio y proyecta el futuro con los pies en la tierra, literalmente. Es calidad de vida, paisajes que enseñan, agricultura y ganadería regenerativas, soberanía alimentaria, aire limpio, silencio fértil. Es tiempo. Tiempo para trabajar, pero también para descansar, pensar, compartir. Es infancia con aire puro, vejez acompañada, juventud con propósito.

Innovar no es solo programar una App; también lo es recuperar suelos, captar carbono desde el cultivo, generar energía limpia, diversificar la producción, reconstruir comunidad. Desde los pueblos se está pensando el mundo que viene, porque en muchas ciudades actuales ya no hay espacio ni margen para imaginar algo más allá de la supervivencia.

Pero nada de esto será posible si no revertimos el abandono. La despoblación no se combate con nostalgia, sino con derechos. Con conectividad real, infraestructuras adaptadas, servicios públicos garantizados. Con políticas que no vean al medio rural como una carga a gestionar, sino como un motor a impulsar.

No se trata de romantizar la vida rural —que tiene también sus desafíos—, sino de entender que en la escala humana, en el vínculo con la naturaleza, en la producción con conciencia, puede estar la base de un nuevo progreso. Uno que no se mida solo por el crecimiento del PIB, sino por la salud de los ecosistemas, el bienestar de las personas y la continuidad de la vida.

“Ruralidad o barbarie” no es una consigna exagerada. Es una bifurcación real. Podemos seguir apostando por un modelo que nos aleja de lo esencial, o podemos volver a mirar al medio rural —no como pasado, sino como posibilidad— y reconstruir desde ahí un nuevo horizonte.

Porque tal vez el verdadero progreso… consista, simplemente, en volver a pertenecer.

domingo, 16 de marzo de 2025

Ir a trabajar sin (con) miedo

 


Belén trabajaba en un piso donde chavales y chavalas menores de 18 años cumplen medidas judiciales. Ella había denunciado recientemente a uno de los jóvenes por amenazas. Lamentablemente, poco después, fue asesinada, un hecho que ha conmocionado al sector de la intervención social y ha puesto de manifiesto las condiciones de extrema precariedad en las que trabajan las profesionales de este ámbito.

El asesinato de Belén no es un caso aislado ni un hecho fortuito. Es la consecuencia de un sistema público que desprotege a quienes trabajan con poblaciones vulnerables. Este trágico suceso evidencia las carencias estructurales del sector de la intervención social, en el que las profesionales se ven sometidas a condiciones laborales indignas, desamparados por las instituciones y sin los recursos necesarios para llevar a cabo su labor de manera segura y efectiva.

 

La desprotección de estas trabajadoras es alarmante. Se enfrentan diariamente a situaciones de riesgo sin contar con protocolos de seguridad adecuados, sin apoyo psicológico y sin garantías de estabilidad laboral. La precariedad laboral es una constante en este sector: bajos salarios, jornadas extenuantes, contratos temporales y falta de reconocimiento profesional. A esto se suma el abandono institucional, que deja a las profesionales a merced de las condiciones impuestas por entidades privadas que, en muchos casos, priorizan el beneficio económico sobre la calidad de la intervención y la seguridad de las trabajadoras.

 

Uno de los problemas más graves es la falta de seguridad en los pisos y centros donde se atiende a la infancia y adolescencia en situación de vulnerabilidad. La ausencia de protocolos efectivos pone en peligro no solo a las trabajadoras, sino también a los propios niños, niñas y adolescentes atendidos. Las profesionales están expuestas a agresiones verbales y físicas sin contar con mecanismos adecuados para su protección. En muchos casos, se ven obligados a soportar estas situaciones por miedo a represalias o al despido, ya que denunciar estas condiciones puede significar el fin de su contrato.


La externalización de los servicios de intervención social agrava aún más esta situación. La tendencia neoliberal de las administraciones públicas ha llevado a que cada vez más servicios sean gestionados por entidades privadas, cuyo principal objetivo no es garantizar la calidad de la atención, sino reducir costes. Esto se traduce en recortes de personal, contratación de profesionales menos cualificados y deterioro de las condiciones laborales. En lugar de invertir en la mejora de estos servicios, las administraciones delegan su responsabilidad en empresas que operan con lógicas mercantilistas, tratando a las trabajadoras como piezas prescindibles y a los niños, niñas y adolescentes atendidos como simples números en un balance económico.


Los convenios colectivos en este sector reflejan claramente esta situación de precariedad. Los salarios son bajos, las condiciones laborales abusivas y la representación de las profesionales en las negociaciones es mínima. Las trabajadoras tienen que afrontar horarios extenuantes, falta de apoyo institucional y una total desprotección ante situaciones de violencia. La administración no solo no interviene para mejorar estas condiciones, sino que contribuye a empeorarlas al fomentar la externalización y al permitir que las empresas adjudicatarias sigan operando con criterios puramente económicos.

 

Otro de los problemas fundamentales es la falta de reconocimiento profesional. A pesar de la complejidad y la importancia de su trabajo, las profesionales de la intervención social suelen ser contratadas bajo categorías laborales inferiores para abaratar costes. En lugar de contratar a educadoras o educadores sociales con la formación adecuada, muchas entidades optan por contratar auxiliares técnicos educativos, cuyo salario es menor. Esta práctica no solo perjudica a las trabajadoras, sino que también afecta a la calidad de la atención que reciben los niños, niñas y adolescentes, ya que no cuentan con el personal mejor preparado para atender sus necesidades.

 

La formación continua, el apoyo psicológico y el acompañamiento de las trabajadoras también son aspectos que brillan por su ausencia. Las profesionales se enfrentan a situaciones de alta carga emocional sin contar con espacios adecuados para gestionar el estrés y el desgaste psicológico que conlleva su trabajo. La falta de recursos para la formación impide que puedan actualizar sus conocimientos y mejorar sus competencias, lo que repercute negativamente en la calidad de la intervención.

 

El panorama es desolador. En un ámbito donde debería primar la defensa de los derechos de la infancia y la adolescencia, se imponen lógicas de mercado que anteponen la rentabilidad económica al bienestar de las personas atendidas y de las trabajadoras. El asesinato de Belén es un reflejo de estas políticas públicas que han precarizado la intervención social en el sector de los cuidados hasta límites insostenibles. No se trata de un caso aislado, sino de la consecuencia de un sistema público que prioriza el ahorro y la externalización por encima de la seguridad, la calidad del servicio y los derechos humanos.

 

Es urgente un cambio de rumbo. Las administraciones públicas deben asumir su responsabilidad y garantizar condiciones dignas para las profesionales de la intervención social. Es necesario que se establezcan convenios colectivos justos, que se implementen protocolos de seguridad efectivos y que se reconozca el valor del trabajo de estas profesionales. La externalización de los servicios debe ser revisada y limitada, priorizando siempre la gestión pública y la inversión en recursos que aseguren una atención de calidad. Además, es fundamental que se brinde apoyo psicológico y formación continua a las trabajadoras, garantizando que puedan desarrollar su labor en condiciones adecuadas y con las herramientas necesarias para afrontar los desafíos de su trabajo.

 

Nadie debería ir a trabajar con miedo. Nadie debería verse obligado a elegir entre su seguridad y su empleo. La intervención social es una labor fundamental para la construcción de una sociedad más justa y equitativa, y es responsabilidad de todas garantizar que quienes la llevan a cabo puedan hacerlo en condiciones dignas y seguras. El asesinato de Belén no puede quedar en el olvido ni ser tratado como un hecho aislado. Debe ser un punto de inflexión para exigir cambios reales y estructurales en un sector que ha sido precarizado durante décadas. Es momento de actuar y de reivindicar una intervención social basada en el respeto, la seguridad y la dignidad de todas sus profesionales.

Fuente de la imagen: https://www.lanzadigital.com/wp-content/uploads/2025/03/concentracion-educadores-sociales_-Clara-Manzano-161.jpg