Los
gravísimos acontecimientos vividos en Torre Pacheco no pueden entenderse como
simples altercados. Son la expresión violenta de un problema mucho más
profundo: el avance de la xenofobia, del racismo organizado, del odio como arma
política. Cuando grupos de ultraderecha, llegados de distintas partes del país,
patrullan las calles en busca de migrantes a los que agredir, estamos ante una
fractura social de gran calado que interpela a toda la sociedad. La respuesta
no puede ser exclusivamente policial o judicial. Necesitamos una respuesta
firme desde el trabajo comunitario, desde los valores de la educación para la paz,
desde una educación social comprometida, crítica y presente en los territorios.
La educación social, tal como se define en su Código Deontológico, es una profesión orientada a promover la dignidad de las personas, la inclusión, la justicia social y la construcción de una ciudadanía participativa. En tiempos de crisis social, su papel es más urgente que nunca. Porque la violencia no nace de la noche a la mañana. Se gesta en la desinformación, en la exclusión, en los discursos de odio impunes, en las desigualdades normalizadas, en el abandono de los espacios comunes. Y ahí, los educadores y educadoras sociales somos agentes fundamentales para tejer comunidad, prevenir el conflicto y restaurar la convivencia.
Es hora de decirlo con claridad: la paz no se improvisa, se educa. Y se educa desde la infancia. Como decía María Montessori, “la educación es el arma más poderosa para la construcción de la paz”, porque enseña a convivir, a comprender al otro, a resolver los desacuerdos sin violencia, a respetar la diversidad. Esta pedagogía de la paz no se limita a las aulas. Necesita salir al barrio, a las calles, a los espacios donde la infancia y juventud crece y se relaciona.
- En el ámbito comunitario, donde el trabajo con la población permite fortalecer el tejido social, combatir estigmas, mediar en conflictos y promover espacios de participación intercultural. La construcción de barrios cohesionados no es espontánea: se necesita de profesionales capaces de activar el diálogo, generar procesos de escucha mutua y articular redes de apoyo vecinal.
- En la prevención, actuando antes de que estallen los conflictos. Esto implica estar presentes en los espacios donde se incuban el malestar, la frustración o la radicalización. Significa intervenir con jóvenes que sienten que no tienen oportunidades, con familias vulnerables, con colectivos racializados que viven cotidianamente la discriminación.
- En la escuela, como espacio fundamental para educar en valores democráticos, en la empatía y en la resolución pacífica de los conflictos. No basta con contenidos académicos: los centros educativos necesitan educadores sociales que trabajen la convivencia, que ayuden a detectar situaciones de exclusión o bullying, que conecten a la comunidad educativa con su entorno.
- En la infancia y juventud, especialmente en aquellos territorios marcados por la desigualdad o el abandono institucional. Porque los discursos de odio encuentran terreno fértil en quienes crecen sin referentes positivos, sin espacios seguros, sin oportunidades reales. La educación social trabaja ahí donde otros no llegan, ofreciendo escucha, vínculos, proyectos de vida, sentido de pertenencia y participación.
Como
advertía Paulo Freire, “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas
que van a cambiar el mundo”. Y esas personas se educan también en la calle, en
los barrios, en los centros juveniles, en los procesos comunitarios. Si
queremos una sociedad más justa, más segura y más democrática, no podemos
seguir despreciando lo social. No podemos seguir recortando recursos,
invisibilizando profesiones o relegando a la educación social a los márgenes.
En este contexto, es imprescindible que los ayuntamientos asuman su responsabilidad como garantes del bienestar comunitario. La contratación de educadores y educadoras sociales no debe ser una opción residual, sino una prioridad política. Son los municipios quienes mejor conocen las realidades de sus barrios, y quienes pueden —mediante la incorporación de profesionales de la educación social— crear políticas de proximidad que prevengan el conflicto, favorezcan la cohesión social y promuevan la convivencia intercultural.
Los ayuntamientos deben entender que apostar por la educación social es invertir en futuro, en paz, en democracia. Necesitamos estructuras estables, no proyectos puntuales. Contratos dignos, no voluntarismo. Equipos sólidos, no parches de emergencia. La presencia de educadores/as sociales en los servicios municipales de infancia, juventud o acción social es clave para acompañar procesos comunitarios, dinamizar espacios infantiles y juveniles, actuar en situaciones de exclusión y construir ciudadanía desde abajo.
Además, urge abordar de forma crítica el papel de las redes sociales como multiplicadores del odio. Plataformas como Telegram han sido el caldo de cultivo para organizar auténticas “cacerías” humanas, difundir amenazas e incitar a la violencia racista. Esta impunidad debe ser confrontada también desde la educación: educación crítica, digital, ética, que forme a las nuevas generaciones para identificar los discursos manipuladores, para cuestionar la desinformación y para defender los derechos humanos en cualquier entorno, también el virtual.
Los educadores y educadoras sociales no solo trabajamos con personas: trabajamos con valores, con vínculos, con comunidad, con memoria colectiva y con esperanza. Lo hacemos desde una ética profesional que no permite la neutralidad ante el odio, la exclusión o la violencia. Por eso hoy, más que nunca, es necesario decir con firmeza: la educación social es una trinchera de paz en tiempos de guerra simbólica y real. Es una forma de compromiso con la vida digna, con la democracia y con la justicia.
Y no nos vamos a rendir. Porque educar para la paz es mucho más que una utopía pedagógica: es una necesidad política y humana. En Torre Pacheco, en cualquier barrio, en cada rincón donde se pongan en juego los derechos, ahí seguiremos estando. Con el Código Deontológico como brújula, con la comunidad como horizonte y con la convicción de que, aunque el odio grite más fuerte, la paz se construye con hechos, con educación, con cuidados y con compromiso colectivo.
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