El viaje que quedó en la memoria

 


Éramos jóvenes y llevábamos la ilusión a cuestas como si fuese un estandarte. Con el Grupo Scout 217 ‘Matterhorn’ de Madrid emprendimos - en septiembre de 1996 - un viaje que, en apariencia, tenía un objetivo concreto: cooperar con la Organización de Pioneros ‘José Martí’ de Cuba. Pero pronto descubrimos que lo que nos esperaba iba mucho más allá de la expectativa, los juegos y los materiales que transportábamos: nos aguardaba una isla que se iba a quedar dentro de nosotros para siempre.

 

La Habana nos recibió como un espejo roto: hermosa y doliente al mismo tiempo. Las fachadas coloniales, desconchadas y orgullosas, parecían contar historias de grandeza y de abandono. Caminábamos por calles llenas de vida, de improvisación, de un caos vibrante, y también de un dolor silencioso. La pobreza nos golpeaba sin rodeos: niños con zapatos gastados, familias que sobrevivían con casi nada, mujeres jóvenes atrapadas en el turismo sexual que por aquellos años se extendía sin disimulo. Y, sin embargo, en medio de esa crudeza, la risa de los habitantes de La Habana, la música que surgía de cualquier esquina, el ingenio para vivir con poco, nos enseñaban otra forma de resistencia y resiliencia.

 

Desde la capital emprendimos un viaje en guagua hacia Guantánamo. Fueron dos días larguísimos, casi mil kilómetros que parecían infinitos. Recuerdo el traqueteo constante, los asientos incómodos, la lentitud desesperante, y sin embargo también recuerdo la emoción de atravesar Cuba de punta a punta: Santa Clara, Ciego de Ávila, Camagüey, Las Tunas,… Cada parada era como un suspiro de la isla que se nos revelaba fragmentada, diversa y profunda. La guagua era más que un transporte: era un rito de paso, una prueba que nos preparaba para lo que vendría.

 

En Guantánamo nos esperaba el Palacio Provincial de Pioneros ‘Ramón Infante García’, con sus paredes descascarilladas, su aire cansado de años sin mantenimiento. Allí dejamos manos, sudor y risas: pintamos, arreglamos lo que pudimos, devolvimos un poco de dignidad a aquel lugar que era, al mismo tiempo, símbolo y refugio para tantos niños y niñas. Pero la labor no fue solo material: compartimos juegos y dinámicas, enseñamos técnicas de cohesión y comunicación, capacitamos a las instructoras e instructores para que, más allá de nosotros, siguieran creando espacios de encuentro. Era extraño comprobar cómo lo sencillo —un juego en círculo, una dinámica de confianza— podía convertirse en una herramienta poderosa.

 

En Baracoa, la misión adquirió otro color. Con los materiales que habíamos llevado desde España se empezó a soñar con una ludoteca infantil. Allí, los ojos de las niñas y los niños brillaban con una intensidad difícil de describir. No había juguetes modernos ni abundancia, pero había imaginación, había hambre de aprender, de jugar, de crecer. Fue en esas sonrisas donde comprendí que la cooperación no se mide en lo que uno entrega, sino en lo que se siembra y en lo que se aprende.

 

En nuestros ratos libres, descubrimos lo que significa un bloqueo: los estantes vacíos, la libreta de abastecimiento, la desigualdad que nacía de tener —o no— familiares en Estados Unidos. Un país dividido por el dólar, por la posibilidad de entrar o no en el shopping. Y, sin embargo, allí estábamos, saboreando un helado en Coppelia, como si la vida nos regalara un respiro dulce en medio de tanta contradicción.

 

El regreso quiso darnos una última lección. El avión que debía llevarnos de Guantánamo a La Habana tuvo que desviarse a Varadero: una tormenta había cerrado el aeropuerto de la capital. Aquel imprevisto nos regaló una despedida inesperada. Caminamos por las calles de Varadero y descubrimos un rostro distinto de Cuba, oculto para nosotros hasta entonces: otro país, más turístico, más maquillado, que no aparecía en la vida diaria de los lugares que habíamos conocido y habitado. Era como asomarse a un espejo deformado, donde la isla parecía fingir otra identidad para mostrarse al extranjero.

 

Hoy, cuando el tiempo ha hecho de aquellos recuerdos un rumor permanente en mi memoria, entiendo que ese septiembre de 1996 fue más que un viaje. Fue una iniciación, un encuentro con la fragilidad y la fuerza humanas, un espejo donde nos miramos para descubrirnos distintos. Cuba nos habitó, y todavía lo hace: en cada risa que nos regaló, en cada mirada de niño en Baracoa, en cada ruina orgullosa de La Habana.

 

Lo que llevamos allí fue poco; lo que trajimos de vuelta, inmenso.


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