El regreso que nunca imaginaron
Uno crece creyendo que avanza, que construye algo nuevo, pero sin darse
cuenta va dibujando un círculo invisible que lo devuelve al punto de partida.
Mis abuelos, los paternos desde un pueblo de Extremadura y los maternos desde un
rincón de Tierra de Campos, emprendieron en los años sesenta el viaje que marcó
el destino de nuestra familia. Dejaron atrás la tierra que los había visto
nacer y caminaron hacia la ciudad, convencidos —o quizás resignados— de que
allí estaría el porvenir.
Conocí a mis abuelos. Los recuerdo bien. Aún puedo ver las manos de Donato,
mi abuelo materno: fuertes, endurecidas, como si conservaran la textura de la
tierra incluso muchos años después de haberla dejado. Y a mi abuela Carlota,
matriarca y mujer rural empoderada, con aquella mezcla de melancolía, genio y orgullo
que la acompañaba las pocas veces que la escuché hablar de su pueblo.
Mis abuelos paternos eran distintos. Manuel hablaba poco, con la mirada a
veces perdida en un horizonte que ya no existía. Ella, Isabel, era una persona buena.
Con su acento extremeño, nos contaba historias de cuando cruzaba de noche a
Portugal para comprar al estraperlo; de los niños que iban a la escuela sin
zapatos en los duros inviernos de aquella Extremadura abandonada y pobre; de
las fiestas del pueblo; del calor sofocante del verano; …
Ninguno de ellos hablaba mucho del momento de la partida. Era como si ese
recuerdo pesara demasiado o como si hubieran aprendido a no mirar atrás para
poder sobrevivir en la ciudad. Pero en sus silencios —en esas pausas que no
sabían ocultar— se adivinaba la herida. Habían dejado allí una vida entera: las
amistades, los vínculos, las tradiciones que daban sentido a sus vidas. El pueblo
no era solo un lugar, era una forma de estar en el mundo.
A veces me pregunto cómo se sintieron realmente aquella mañana en que
cerraron por última vez la puerta de su casa, cuando el polvo del camino se
mezclaba con la incertidumbre. ¿Fue miedo lo que sintieron o esperanza? ¿Dolor
o alivio? Me gustaría creer que en ese instante hubo un silencio compartido,
una mezcla de orgullo y desgarro, la certeza de que estaban dejando atrás una
parte de su identidad para ofrecer un futuro distinto a sus hijos, un futuro
mejor. Pienso en sus rostros en el tren o en el coche que los llevó lejos de su
pueblo, mirando por la ventanilla cómo se desdibujaban los campos, y me
pregunto si en el fondo sabían que aquel adiós no tendría regreso.
El discurso de la época lo justificaba todo. El régimen franquista insistía
en que el progreso estaba en las ciudades, en las fábricas, en los bloques
nuevos que se levantaban junto a las avenidas. “En los pueblos no hay futuro”,
decían los mensajes oficiales, y muchos lo creyeron. Pero detrás de esa promesa
de modernidad se escondía un despojo silencioso: la expulsión de la vida rural,
de su saber, de su dignidad. Mis abuelos no huyeron solo por necesidad, sino
también porque el país entero les hizo sentir que quedarse era fracasar.
Durante años pensé poco en eso. Crecí en la ciudad, como un nieto e hijo más
de aquella migración interna que transformó España. Pero con el tiempo, el
destino me fue llevando, casi sin darme cuenta, de nuevo hacia el medio rural.
En 2005 comencé a trabajar en una asociación dedicada al desarrollo rural.
Allí, junto a otras personas, intentamos frenar la despoblación, devolver
oportunidades a los pueblos, cuidar lo que todavía resiste. Y a veces, mientras
recorro las carreteras secundarias y los campos amarillos a los que canta ‘La
Moda’, hablo con los vecinos de pequeños pueblos, me asalta una sensación
extraña: ¿Qué pensarían mis abuelos si pudieran verme ahora?
Ellos, que dejaron sus pueblos buscando un futuro más estable, tal vez no
entenderían que su nieto haya decidido mirar hacia atrás, regresar a la tierra
desde la que ellos partieron. Pero me gusta imaginar que, en el fondo, lo
comprenderían. Que sentirían que este retorno simbólico no es una contradicción,
sino una continuación.
Y todos los días, desde hace veinte años, me pregunto qué significado tiene todo esto. Quizás la vida
me ha colocado en este lugar para reconciliar dos tiempos que parecían
opuestos: el de la huida y el del regreso. En los proyectos que impulsamos, en
los talleres donde jóvenes y personas mayores comparten historias, a veces creo
escuchar ecos de mis abuelos. En la risa de una mujer que recuerda cómo se
trenzaban los ajos para colgarlos en la despensa, en las manos de un ganadero
que enseña a su nieto a como ordeñar una oveja, reconozco la vida que ellos
dejaron atrás.
Siento que trabajar por el desarrollo rural es, de algún modo, una forma de
diálogo con ellos. Una conversación que nunca tuvimos, pero que sigue viva en
lo que hago cada día. Me hubiera gustado preguntarles si lloraron al marcharse,
si pensaban volver, si alguna vez soñaron con la dehesa extremeña y los infinitos
campos de trigo que abandonaron. Pero quizá no hace falta. En mí, en mi
elección de volver al territorio, está su respuesta.
Me pregunto qué pensarían si pudieran verme ahora. Tal vez no entenderían
por qué vuelvo a un lugar del que ellos huyeron. O quizá sí, porque en el fondo
el regreso no contradice su marcha: la completa. Ellos sembraron sin saberlo;
yo solo recojo lo que germinó en su ausencia.
A veces, cuando visito un pueblo al atardecer y el sol tiñe de rojo la
tierra, tengo la sensación de que están conmigo. No como fantasmas del pasado,
sino como raíces que siguen empujando desde abajo, sosteniendo y cuidando. Y pienso que
quizás, sin saberlo, ellos no huyeron de sus pueblos: simplemente se apartaron
un tiempo para que, años después, alguien de su sangre pudiera volver y mirar esa
tierra sin miedo.
Quizás ese sea, al final, el verdadero círculo de la vida: marcharse para poder volver, perder para aprender a cuidar, olvidar para recordar mejor.

 
 
 
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