La educación social: compromiso político y lucha por la dignidad

 


Hoy 2 de octubre celebramos el Día Internacional de la Educación Social, una fecha que trasciende cualquier acto simbólico y nos invita a reivindicar el verdadero sentido de nuestra profesión. La educación social no es un oficio técnico ni una práctica aséptica que pueda desarrollarse desde la indiferencia. Muy al contrario, la educación social es, por esencia, política, ideológica y transformadora. Cada acción que llevamos a cabo, cada acompañamiento, cada proyecto y cada decisión que tomamos está atravesado por relaciones de poder, por marcos ideológicos y por intereses colectivos. Quienes pretenden defender una supuesta imparcialidad en la educación social olvidan, o quizá niegan conscientemente, que toda práctica educativa se sitúa en un contexto social y político concreto. Y esa “imparcialidad” no es inocente: se convierte en cómplice con un sistema que reproduce la desigualdad y perpetúa la exclusión.

Quienes ejercemos la educación social trabajamos a diario con las consecuencias de un sistema profundamente injusto. Atendemos a personas y colectivos que sufren los efectos del capitalismo salvaje y del neoliberalismo, que mercantilizan la vida y convierten derechos básicos en privilegios. Nos encontramos con la pobreza que se cronifica y que arrastra a cientos de personas a situaciones de exclusión social; con la precariedad laboral que no permite proyectos de vida dignos; con el racismo que criminaliza y margina a miles de personas migrantes; con la violencia machista que destruye cuerpos y proyectos vitales; con la infancia y juventud abandonadas a la desprotección; con personas mayores condenadas a la soledad y al desamparo. Nuestra intervención, sin duda, acompaña estas realidades y ofrece respuestas urgentes, pero quedarnos únicamente en ese plano sería insuficiente y, en cierto modo, injusto. Tenemos una obligación ética de ir más allá: de cuestionar las estructuras que producen esas desigualdades, de señalar con claridad sus causas y de exigir políticas que garanticen derechos, redistribuyan recursos y dignifiquen la vida de todas las personas.

Por eso sostenemos con firmeza que la educación social no puede ser equidistante. No necesitamos profesionales grises, sin ideología, que se sitúen en un punto cómodo de supuesta imparcialidad. Ese perfil no solo empobrece la profesión, sino que la hace más vulnerable y pone en riesgo su propio futuro. Una educación social sin compromiso político puede llegar a diluirse hasta desaparecer o, lo que sería aún peor, convertirse en un instrumento de control social de los colectivos más vulnerables. Y eso sería traicionar por completo la raíz de nuestra profesión. La educación social no nació para vigilar ni domesticar, sino para liberar, acompañar, defender derechos y transformar la sociedad.

Nuestra historia y nuestro presente nos dicen con claridad que la educación social está inspirada por una visión de izquierdas: una visión que defiende lo público, que pone la vida en el centro, que trabaja por la equidad, la justicia social y la dignidad de todas las personas. Aceptar premisas neoliberales o de derechas sería una contradicción absoluta, porque implicaría legitimar un modelo que precariza, privatiza, excluye y convierte la vida en mercancía. La educación social no puede plegarse a esas lógicas porque su fuerza transformadora desaparecería. Somos profesionales de lo común, de lo colectivo, de la resistencia frente a las políticas que deshumanizan y fragmentan.

Educar siempre implica tomar partido. Y en el caso de la educación social, significa posicionarse al lado de las personas históricamente vulnerables, de los colectivos silenciados, de quienes cargan con la exclusión y la precariedad. Nuestro compromiso no se limita al acompañamiento individual: debe ampliarse hacia la incidencia política, hacia la denuncia pública y hacia la construcción colectiva de alternativas más justas. No se trata de ser conformistas, sino de ser militantes de la dignidad y de los derechos humanos, tal como se señala en nuestro código deontológico.

En un escenario donde proliferan los discursos de odio, se normalizan los recortes de derechos y se legitima el racismo, la desigualdad se extiende como una mancha de aceite. Por eso, hoy más que nunca, resulta imprescindible reafirmar el carácter político de nuestra profesión. No podemos callar, no podemos refugiarnos en la comodidad de la tibieza ni aceptar la supuesta imparcialidad como virtud. Nuestro lugar está definido: acompañar a quienes sufren, denunciar las injusticias y defender lo común frente al individualismo y la lógica del mercado.

Este 2 de octubre no celebramos únicamente un día señalado en el calendario: alzamos la voz por una profesión que es trinchera, que es compromiso, que es lucha. Porque la educación social no se doblega: es resistencia frente al capitalismo que excluye, es acompañamiento que devuelve dignidad, es denuncia que rompe silencios, es transformación que conquista derechos. Hoy lo gritamos sin miedo y con orgullo: “La educación social no es neutra: es lucha, es resistencia, es transformación”.


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