Ante la urgencia de un nuevo pacto con el territorio
Durante
demasiado tiempo, en Valladolid hemos vivido agarrados a una idea que hoy ya no
se sostiene: la de una provincia agrícola fuerte, fértil y casi inmune al
deterioro ambiental. La imagen del campo castellano, amplio y productivo, nos
ha servido como relato de estabilidad y continuidad. Sin embargo, los datos del
reciente Atlas de la
Desertificación de España, elaborado por la Universidad de Alicante y
el CSIC, nos obligan a abrir los ojos: el 100 % de la población vallisoletana
vive en zonas áridas o semiáridas y cerca del 40 % del territorio provincial ya
está desertificado. Dicho claramente: nuestra tierra se está degradando a un
ritmo que ya no se puede esconder detrás de ningún discurso tradicional.
La
desertificación no llega de golpe ni se presenta de forma espectacular. No
es que veamos avanzar un desierto de un día para otro, sino que es un desgaste
lento y continuo del suelo, provocado tanto por el clima como por prácticas
humanas que llevamos décadas asumiendo como normales sin pararnos a pensar en
sus consecuencias. En una provincia como Valladolid, donde la agricultura ha
sido siempre el motor económico y cultural, este problema se ha agravado
precisamente porque hemos insistido en mantener un modelo que ya no encaja ni
con un clima cada vez más extremo ni con los límites reales del territorio.
Uno de los
ejemplos más claros es la expansión
del regadío. Frente a la creciente sequedad del terreno, la respuesta más
habitual ha sido regar más, como si más agua garantizara automáticamente más
producción. Desde 2004, Castilla y León ha sumado, aproximadamente, más de
32.000 hectáreas de nuevos regadíos. A primera vista, parece una apuesta por la
productividad, pero en realidad se apoya en la sobreexplotación de acuíferos
cada vez más frágiles. Es una rentabilidad engañosa: lo que hoy parece un éxito
económico es, en el fondo, una forma acelerada de gastar un capital natural que
no se repone. Estamos usando el agua del futuro para mantener la producción del
presente, y cuando los acuíferos fallan, la desertificación deja de ser una
palabra técnica para convertirse en un problema social de primer orden.
A esto se
suma la erosión del suelo. El laboreo intensivo, muy común en los cultivos de
cereal, deja la tierra desnuda y vulnerable al viento y a las lluvias intensas,
que arrastran la capa más fértil. Las nubes de polvo agrícola que se detectan
en amplias zonas de Valladolid son una señal clara de lo que está pasando: la
provincia está perdiendo literalmente su suelo. Formar un solo centímetro de
tierra fértil puede llevar siglos, pero perderlo puede ocurrir en una sola
campaña mal gestionada. Y no hay tecnología capaz de compensar esa pérdida.
Ante este
panorama, la Agenda 2030 de Naciones Unidas debería servirnos como referencia
para cambiar el rumbo. Sin embargo, se ha convertido en un blanco político
fácil, atacado desde discursos que ignoran su base científica. La meta 15.3,
que habla de alcanzar la Neutralidad
en la Degradación de la Tierra, no es nada radical: simplemente plantea
no destruir más suelo del que somos capaces de recuperar. Es un compromiso
básico con las generaciones futuras. No se trata de imponer nada, sino de
contar con una hoja de ruta que permita que Valladolid siga siendo un
territorio habitable, productivo y capaz de adaptarse a lo que viene.
Más allá de
debates estériles, lo que Valladolid necesita es un pacto real con su
territorio, en el que estén implicados todos los sectores económicos. No basta
con señalar solo a la agricultura ni con pedir más controles desde las
instituciones. La desertificación nos afecta a todas las personas y exige
respuestas coordinadas, casi un “manual de urgencia” que se incorpore a la vida
diaria, a la planificación municipal, a las empresas y también a las decisiones
individuales.
Ese manual
empieza, lógicamente, por la agricultura. Es necesario avanzar hacia prácticas
que cuiden el suelo: siembra directa, laboreo mínimo, rotaciones de cultivos
más variadas o cubiertas vegetales en los cultivos leñosos. No son experimentos
ni ocurrencias nuevas; son técnicas que ya funcionan en zonas áridas y que
ayudan a frenar la erosión y a que el suelo retenga mejor el agua. En cuanto al
agua, la gestión no puede limitarse a modernizar infraestructuras si eso no
reduce el consumo. Hay que replantear los regadíos, adaptarlos a la
disponibilidad real de agua y asegurar que los acuíferos se recuperan. La
ganadería también tiene un papel clave: apostar por modelos
extensivos ayuda a conservar los pastos, mejora la estructura del suelo y
reduce el riesgo de incendios, frente a sistemas intensivos que aumentan la
presión sobre los recursos locales.
Pero no todo
acaba en el campo. La
industria tiene que reducir vertidos, optimizar el uso del agua y revisar
su impacto sobre los acuíferos. Las ciudades y los pueblos deben incorporar
criterios de resiliencia climática en sus planes urbanísticos, evitar ocupar
suelos agrícolas de alto valor y apostar por zonas verdes que ayuden a retener
agua y a aliviar el calor. El turismo, muchas veces visto solo como una fuente
de ingresos, puede ser un aliado si se orienta hacia el ecoturismo, la puesta
en valor del territorio y un menor consumo de agua en alojamientos.
También en
la vida cotidiana hay margen para actuar. Elegir productos locales que apoyen
modelos agrarios sostenibles, reducir el consumo de agua en casa, usar especies
autóctonas en jardines o participar en iniciativas comunitarias de restauración
ecológica son gestos que suman. Y, por supuesto, las administraciones tienen
una responsabilidad clave: condicionar ayudas y subvenciones a prácticas
sostenibles, invertir en formación ambiental y apoyar a los Grupos de Acción Local que, a través del
enfoque LEADER, demuestran que muchas de las mejores soluciones nacen desde el
propio territorio.
Este pacto
con la tierra no es una idea idealista ni un lujo. Es una necesidad urgente. La
provincia de Valladolid está en un punto de inflexión. Mirar hacia otro lado
ante la desertificación no es solo un error político, es renunciar al futuro.
La tierra que hoy se agrieta no es algo abstracto: es la base de nuestra
economía, de nuestra alimentación y de nuestra forma de vivir.
La cuestión no es si podemos actuar, sino si queremos hacerlo antes de que el daño sea irreversible. Porque cuando la tierra avisa, no suele hacerlo dos veces. Y en Valladolid, ese aviso ya ha llegado.

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