¿Cómo resolver el problema de la vivienda en el medio rural?
En España llevamos
décadas hablando de despoblación como si fuera un proceso trágico e inevitable, casi una ley natural inscrita en el destino del medio rural. Lo
vemos como algo que “pasa” y que lamentamos con cierto fatalismo, mientras
repetimos que “cada vez hay menos gente en el pueblo”, “la escuela ya no tiene
alumnos” o “el bar cerró el año pasado porque no encontraba personal”. Pero lo
que rara vez hacemos es mirar debajo de esas frases y reconocer que, detrás de
cada cierre, detrás de cada persona que se marcha y detrás de cada joven que no
vuelve, hay un denominador común que atraviesa todos los diagnósticos: la
vivienda.
No es un tema más en
la lista de los problemas del medio rural. Es el tema. La clave que
explica por qué iniciativas muy bien pensadas fracasan, por qué proyectos
empresariales no despegan, por qué familias que quieren volver no lo hacen, por
qué muchos trabajadores y trabajadoras no pueden aceptar un empleo, o por qué
tantas personas que sueñan con vivir en un pueblo acaban desistiendo. La vivienda es el punto de partida de
cualquier proyecto de vida. Si falla, falla todo lo demás.
Sin embargo, seguimos
instalados en la contradicción permanente: hablamos de pueblos donde “sobran
casas sin habitar” cuando en realidad lo que falta —de forma gravísima— es vivienda
disponible, habitable, en alquiler, a un precio razonable y con condiciones
mínimas de estabilidad. Casas hay, sí. Pero no están donde deben, ni en el
estado en que se necesitan, ni con la disponibilidad que exige una sociedad que
no puede esperar seis años a que una herencia se desbloquee o una
rehabilitación se haga sola.
La vivienda no es
solo un problema de disponibilidad, sino también de imagen y de autoestima
colectiva. En muchísimos pueblos, el paisaje está dominado por ruinas,
edificios tapiados, solares vacíos y fachadas en estado de decadencia, cuya
gestión es legal y técnicamente muy compleja para los pequeños ayuntamientos.
Estas
imágenes de abandono son un poderoso disuasorio contra la repoblación. ¿Quién
querrá establecer un proyecto de vida en un lugar que proyecta tristeza y
decadencia? La degradación del entorno no solo afecta a los posibles nuevos
pobladores, sino que erosiona la autoestima de quienes se quedan. Tener los
entornos, las calles y las fachadas cuidadas no es un lujo estético, sino un
elemento fundamental para la cohesión social y la proyección de futuro de la
comunidad. Un pueblo cuidado, limpio, accesible, con plazas y calles dignas,
es un mensaje de vida que afirma: "Aquí vale la pena quedarse, aquí se
puede empezar de nuevo".
La conexión emocional de las
segundas y terceras generaciones con el pueblo es, sin duda, una fuerza
poderosa que mantiene miles de casas abiertas y cuidadas, al menos durante las vacaciones o algunos
fines de semana al año. Este vínculo es un sostén vital que frena, en parte, el
colapso total de muchos núcleos rurales.
Sin
embargo, ese arraigo se desvanece rápidamente cuando choca con la realidad de
la propiedad múltiple y las herencias complejas. La vivienda se convierte
entonces en un dolor de cabeza burocrático, especialmente cuando se requiere
rehabilitar una ruina o tomar decisiones de mantenimiento consensuadas entre
varios propietarios que viven lejos. El recuerdo melancólico de los paseos
en bicicleta, por las calles del pueblo en los veranos de la infancia, tan
potente en la memoria, no es suficiente para afrontar los costes y el esfuerzo
de la rehabilitación o el desbloqueo legal.
En
estos casos, el valioso vínculo afectivo se transforma en una barrera
infranqueable para que esas viviendas pasen al mercado de alquiler disponible. La
solución pasa por la intervención pública y por ofrecer mecanismos de mediación
y soporte legal y financiero que permitan a estas generaciones o bien
rehabilitar y usar, o bien ceder la propiedad para que sea rehabilitada y
destinada al alquiler social.
Lo más llamativo es
que el drama de la vivienda rural ya no es un asunto periférico o exclusivo de
comarcas aisladas. Es un problema estructural que empieza a replicar, a su
escala, las mismas tensiones que asfixian a las ciudades: alquileres que suben, turistificación salvaje, casas que se convierten
en inversión especulativa, infravivienda invisible, trabajadoras y
trabajadores que viven hacinados porque no hay otra opción. Y, por si fuera
poco, administraciones locales que, aun con la mejor voluntad del mundo,
carecen del músculo técnico y financiero para encarar esta crisis sin apoyo
externo.
Por eso es hora de
decirlo sin medias tintas: la vivienda rural no se resolverá sola. No la
resolverá el mercado. Y no la resolverá cada ayuntamiento por su cuenta. La
única salida pasa por políticas públicas valientes, sostenidas en el tiempo y
blindadas frente al vaivén político.
Necesitamos que las administraciones
—todas, desde el Estado hasta los municipios más pequeños— actúen con un
horizonte común. Que comprendan que garantizar
vivienda digna en el medio rural no es un gasto, sino una inversión estratégica
de país. Que lo que está en juego no es solo dónde vive la gente, sino el
modelo territorial que queremos para las próximas décadas.
El reto es enorme,
pero las soluciones no son una quimera. Sabemos exactamente qué funciona, y la
respuesta pasa por una batería de medidas integrales y especializadas que
requieren continuidad, consenso y voluntad política y que se sustentan
en tres ámbitos:
a. Marco normativo, creación
de stock público y programa LEADER:
- Fundamento constitucional: Priorizar el derecho constitucional (Art. 47) a la vivienda digna, adecuada y asequible, promoviendo su función social sobre el negocio.
- Financiación y adquisición: Elaborar una Ley estatal con dotación económica específica para que los ayuntamientos del medio rural puedan hacerse con la propiedad de viviendas vacías. El objetivo debe ser la compra y rehabilitación pública para crear un stock de viviendas de alquiler social, con una meta ambiciosa de alcanzar el 5% de alquiler social y que pueda ser gestionado por los Grupos de Acción Local, con el apoyo de las mancomunidades.
- Capacidad de gestión: Dotar de suficientes recursos técnicos y económicos a los ayuntamientos para que desempeñen un rol activo y profesional en la promoción, conservación y gestión de viviendas de protección pública.
b. Diversificación, acceso
al mercado y participación de la población local:
- Oficinas y mediación: Implementar Oficinas Comarcales de Vivienda (Ventanilla única), cofinanciadas por las administraciones autonómica y estatal, utilizando soportes digitales y redes sociales para la mediación y el asesoramiento.
- Nuevas tenencias: Impulsar la expropiación del régimen de tenencia y promover fórmulas flexibles y asequibles como el alquiler social, el alquiler protegido y la cesión de uso. Fomentar modelos alternativos como el derecho de superficie para nueva construcción, la masovería, el cooperativismo y el cohousing o viviendas colaborativas.
- Incentivos y seguridad: Reforzar, publicitar y simplificar el papeleo burocrático de las ayudas e incentivos fiscales para rehabilitar y alquilar. Ofrecer seguros de alquiler con garantía pública para alquileres privados asequibles, y desarrollar campañas de sensibilización para contrarrestar los temores de los propietarios.
- Información y participación: Apoyar a los Grupos de Acción de Local para que informen y acompañen en la ejecución de los programas comarcales de vivienda rural disponibles y promuevan la participación de la población local en la búsqueda de soluciones innovadoras.
c. Regulación, equidad
y control:
- Regulación de usos: Regular y limitar el alquiler turístico y estacional allí donde empiece a expulsar población residente, priorizando el alquiler residencial estable.
- Control y legalización: Realizar inspecciones fiscales y de vivienda para reducir el alquiler informal y la infravivienda, mejorando la habitabilidad. Paralelamente, los ayuntamientos deben impulsar que los propietarios legalicen sus viviendas o las actualicen correctamente en el Catastro y Registro de la Propiedad.
- Enfoque integral y social: Aplicar políticas y medidas con un enfoque integral, participativo e inclusivo (vivienda, empleo y servicios a la población) y establecer medidas públicas contra la discriminación de las personas migrantes en el mercado de la vivienda.
Todo esto ya lo hacen otros países con éxito. No tenemos que
inventar nada: solo atrevernos.
Pero para que
cualquier política tenga efectos reales, necesita algo que este país no siempre
sabe ofrecer: continuidad, consenso y voluntad de no convertir la vivienda
en arma electoral. El derecho a una vivienda digna no puede depender del
color político del Gobierno de turno. La crisis habitacional —urbana y rural—
no entiende de siglas. Entiende de familias que no encuentran alquiler, de
trabajadores y trabajadoras durmiendo en condiciones indignas, de jóvenes que
no pueden emanciparse, de territorios que se desvanecen porque no pueden
ofrecer lo mínimo para vivir.
No estamos ante un
debate ideológico. Estamos ante un problema de país. Y un país no puede construirse sobre la base de cortoplacismos, ni de
políticas que duran lo que dura una legislatura, ni de decisiones que se toman
mirando encuestas. La vivienda rural exige un pacto amplio y generoso.
Requiere que la política deje de discutir y empiece a construir.
Porque si algo está
claro es que la despoblación no se frena
con discursos emocionales o campañas de marketing territorial. Se frena
cuando una persona que quiere vivir en un pueblo puede encontrar una casa. Así
de simple y así de difícil. Sin vivienda no hay arraigo, no hay emprendimiento,
no hay empleo, no hay comercio, no hay servicios públicos. Sin vivienda, el medio
rural es un decorado abandonado. Con vivienda, vuelve a ser comunidad.
España no puede
permitirse perder más tiempo. No puede conformarse con seguir viendo cómo su
territorio se rompe en dos: ciudades
saturadas frente a pueblos que se vacían. Lo que hace falta es una mirada
equilibrada y responsable, capaz de entender que la vivienda es el primer
engranaje de un país que quiere ser cohesionado, justo y sostenible.
Tal vez algún día
dejemos de hablar de despoblación como un proceso fatalista y empecemos a
hablar de cómo conseguimos revertirla. Ese día llegará cuando seamos capaces de
asumir que el presente del medio rural empieza con la llave de una vivienda.
Todo lo demás es ruido.

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