El expolio del relato rural
Desde hace más de una década, las asociaciones rurales que llevamos años
trabajando sobre el terreno —acompañando a personas emprendedoras, luchando
contra la despoblación, combatiendo la soledad no deseada y fortaleciendo el
tejido comunitario— asistimos con creciente indignación a un fenómeno tan
silencioso como devastador: la apropiación del relato rural por parte de entidades urbanas sin ningún vínculo real con el territorio.
Fundaciones, consultoras, asociaciones,... asentadas en las ciudades han descubierto recientemente que “lo rural” está de moda. Bajo el paraguas del “reto demográfico” o la "despoblación", han hecho suyo un discurso que durante años despreciaron o ignoraron. Ahora, con un lenguaje aprendido a toda prisa, se presentan como portavoces del medio rural, como intérpretes de nuestras necesidades, como representantes de un territorio que no conocen más allá de los informes que redactan desde sus despachos. Se apropian de las palabras, de los símbolos, de la estética rural, de nuestras luchas y de nuestras causas, vaciándolas de contenido real para convertirlas en un relato útil a sus propios intereses institucionales y sobre todo económicos.
Esa colonización del relato rural no es casual ni inocente. Es el resultado de una estructura de poder que sigue considerando ‘al rural’ como un espacio carente, dependiente de la mirada y del ‘saber’ urbano. Desde esa perspectiva "antropourbana", se interpreta el medio rural como un laboratorio experimental donde probar políticas, estrategias o programas que refuercen la imagen de quienes los promueven, pero sin generar cambios estructurales en el territorio. El medio rural, una vez más, se convierte en escenario y excusa: un decorado romántico y bucólico en el que se legitiman proyectos que, en realidad, no nacen del territorio.
Lo más grave no es solo la apropiación del discurso, sino también de los recursos públicos. Fondos que deberían fortalecer las capacidades de las asociaciones que llevamos décadas trabajando con la población local acaban en manos de entidades urbanas que cuentan con departamentos especializados en la captación de subvenciones y comunicación institucional. Ellas dominan el lenguaje político, manejan los plazos, tienen acceso a contactos y redes de poder que les facilitan la entrada a subvenciones directas o el acceso a convocatorias a menudo diseñadas con criterios que, sin quererlo o no, nos dejan fuera a quienes trabajamos desde la realidad rural.
Así, la financiación pública que podría consolidar estructuras locales y asegurar la continuidad de proyectos esenciales —atención a la infancia, formación en emprendimiento, transporte, vivienda, programas de acompañamiento a personas mayores, cooperativas agroecológicas, restauración de espacios naturales o centros comunitarios— se desvía hacia iniciativas que, aunque suenen innovadoras en el papel, rara vez generan un impacto real o duradero en el territorio. Son proyectos efímeros, pensados más para mantener estructuras y justificar memorias que para transformar realidades.
Mientras tanto, en los pueblos seguimos haciendo lo de siempre: atender a las personas mayores, dinamizar la economía local, acompañar a nuevas personas pobladoras, mantener viva la cultura, cuidar del entorno y sostener el tejido social que permite que la vida siga siendo posible en el medio rural. Pero ahora debemos hacerlo con menos recursos y, lo que es peor, compitiendo contra quienes nunca estuvieron aquí, pero se presentan como 'salvadores' y nuevos referentes del “desarrollo rural”.
Esta situación es profundamente injusta y responde a una visión paternalista y desequilibrada que aún domina la relación entre lo urbano y lo rural. Desde las ciudades se sigue creyendo que en las zonas rurales “no hay nada”, que somos espacios atrasados que necesitan ser “dinamizados” por quienes, paradójicamente, jamás han vivido ni trabajado aquí. Se nos sigue mirando con condescendencia, como si fuéramos receptores pasivos de las soluciones que otros diseñan desde fuera, cuando en realidad somos sujetos activos con propuestas, conocimiento, capacidades y experiencia acumulada durante décadas.
Por eso, es urgente denunciar esta deriva. No podemos permitir que el relato rural sea colonizado ni convertido en una herramienta de marketing institucional o político. Lo rural no es una etiqueta ni un eslogan: es un conjunto de realidades vivas, diversas y complejas que exigen respeto, reconocimiento y participación directa en la toma de decisiones.
Las políticas rurales se construyen desde el territorio y con el territorio, con la participación efectiva de quienes lo habitan y lo sostienen día a día. En este proceso, los grupos de acción local desempeñan un papel fundamental como motores de desarrollo, articulando esfuerzos, impulsando la cooperación y canalizando iniciativas que fortalecen la identidad y la resiliencia de cada comarca. La verdadera innovación rural no vendrá de organizaciones urbanas ni de estrategias redactadas en Valladolid, Madrid o Barcelona, sino de la capacidad de las comunidades rurales —organizadas, entre otros, a través de los grupos de acción local— para generar respuestas colectivas a sus propios desafíos.
El medio rural no necesita intérpretes. Necesita aliados.
Y, sobre todo, necesita que se escuche su voz —la auténtica, la que nace del territorio, la que lleva décadas trabajando sin altavoces, sin campañas mediáticas y sin grandes titulares—. Solo recuperando esa voz y los recursos que nos pertenecen podremos garantizar un futuro digno y sostenible para nuestros pueblos.

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