miércoles, 13 de agosto de 2025

La Montaña Palentina arde: cuando la tragedia se repite, deja de ser accidente

 

El humo se cuela por las calles de Cervera de Pisuerga como una neblina espesa que huele a madera quemada y hojas secas. Desde la distancia, el horizonte se tiñe de un rojo inquietante al caer la tarde. En Resoba, las llamas dibujan siluetas imposibles sobre las laderas, devorando robledales y hayedos centenarios mientras el viento empuja el fuego hacia el corazón del Valle de Pineda. Las gentes de la montaña miran al monte con el mismo gesto de otros veranos: resignación, tristeza y una pregunta que se repite —¿por qué siempre pasa lo mismo?—.

Este verano, Castilla y León vuelve a ser portada por las llamas. En la Montaña Palentina, el incendio de Resoba ha calcinado cientos de hectáreas en pleno Parque Natural, alcanzando —según estimaciones satelitales— los 19 kilómetros cuadrados. La imagen es devastadora: montes ennegrecidos, fauna huyendo, brigadistas exhaustos y un olor persistente a humo que impregna toda la comarca.

El origen fue un rayo, sí, pero sería ingenuo pensar que ahí termina la explicación. El fuego se alimenta también de años de abandono forestal, de la falta de limpieza de los montes, de cortafuegos mal mantenidos y de un operativo que solo se refuerza en verano. No es solo que falten medios, sino que los que hay trabajan en condiciones que rozan lo inhumano: jornadas de 15 y 16 horas, apenas unas horas de sueño y, en demasiadas ocasiones, sin acceso a lo más básico, como agua potable o comida en el momento adecuado.

No se trata de un hecho aislado. Las torretas de vigilancia carecen de suministro de agua y electricidad, y el mobiliario incumple la normativa más elemental. Quienes ocupan estos puestos deben cargar sus propias garrafas para poder pasar el día. A ello se suma un modelo de lucha contra incendios que depende mayoritariamente de brigadas subcontratadas, con contratos temporales, salarios bajos y plantillas improvisadas. La coordinación se resiente, la experiencia acumulada se pierde y, para colmo, la inversión en cámaras de vigilancia ha resultado poco fiable: generan falsas alarmas y desvían recursos que deberían estar en los frentes activos.

La prevención, que debería ser la clave, continúa relegada. Los alcaldes de la zona lo repiten sin cansarse: “los fuegos se apagan en invierno”. Sin embargo, la planificación forestal y el mantenimiento de los montes siguen siendo insuficientes. Durante los meses fríos no se acometen las limpiezas necesarias ni se mantienen los cortafuegos en condiciones, y cuando llega el verano, el calor extremo y el viento hacen el resto. El resultado es un patrón que se repite cada año: ola de calor, varios grandes incendios simultáneos, un operativo desbordado y un balance final en forma de hectáreas arrasadas y, a veces, vidas humanas truncadas.

A todo ello se suma el abandono progresivo del medio rural. La despoblación ha reducido drásticamente la actividad agroganadera que, durante siglos, ayudaba de forma natural a mantener limpios los montes y a frenar la acumulación de biomasa. Las explotaciones forestales, los pastos y el uso tradicional del territorio actuaban como cortafuegos vivos, imposibles de sustituir únicamente con maquinaria y brigadas temporales. Sin presencia humana permanente, sin aprovechamiento sostenible de los recursos y sin políticas que hagan viables los pueblos, los bosques se vuelven más vulnerables y el fuego encuentra un terreno perfecto para propagarse.

Romper este ciclo exige un cambio profundo. El operativo contra incendios no puede seguir dependiendo de la temporalidad ni de la lógica empresarial del menor coste. Necesitamos brigadistas contratados los doce meses del año, con formación continua, estabilidad y condiciones laborales dignas que les permitan no solo apagar fuegos, sino también prevenirlos. Del mismo modo, la prevención debe convertirse en una política real y sostenida: limpieza de montes, cortafuegos operativos, gestión activa de masas forestales y restauración ecológica de las zonas ya afectadas. Y todo esto ha de ir acompañado de medios materiales adecuados: agua y electricidad garantizadas en todas las bases y torretas, equipos de protección modernos, vehículos seguros y protocolos que prioricen la seguridad de los efectivos sobre cualquier otra consideración.

Finalmente, es imprescindible un ejercicio de transparencia y rendición de cuentas. La ciudadanía tiene derecho a conocer cómo se actúa en cada incendio, qué medios se movilizan, cuáles son los tiempos de respuesta y qué lecciones se extraen para el futuro. Sin esa claridad, el discurso oficial seguirá basculando entre la autocomplacencia y la excusa, mientras el territorio pierde su mayor patrimonio.

La Montaña Palentina no es solo un paisaje idílico para las postales turísticas: es un ecosistema frágil, hogar de especies como el oso pardo, y un recurso vital para el futuro de sus pueblos. Protegerla requiere más que palabras tras la tragedia; exige inversión, compromiso y un modelo de gestión que piense en décadas, no en titulares.

Y cuando todo acabe, cuando el último foco se apague y las brigadas regresen a sus bases, quedará un silencio extraño. Volverán los paseos por los senderos, pero ya no habrá sombra donde antes se alzaban árboles centenarios. Los montes, cubiertos de ceniza, tardarán años en recuperarse; algunos, quizá, nunca lo hagan. Y entonces, cada vez que el viento traiga un leve olor a quemado, recordaremos que aquella montaña ardió no solo por un rayo, sino también por la falta de voluntad de quienes podían haber evitado que las llamas avanzaran.

domingo, 3 de agosto de 2025

¿El fin del programa LEADER?

 


La propuesta de la Comisión Europea para el Marco Financiero Plurianual (MFP) 2028-2034, presentada el pasado 17 de julio como un presupuesto “moderno, racional y flexible”, encierra una maniobra política que amenaza con desmantelar el desarrollo rural europeo. La supresión de facto del segundo pilar de la Política Agraria Común (PAC) no es un ajuste técnico, sino una decisión de gran calado que pone en riesgo décadas de avance, participación y cohesión territorial.

 

Programas como LEADER, con más de treinta años de trayectoria en 2.800 comarcas rurales europeas, desaparecen del marco presupuestario como línea diferenciada. Quedan relegados a un apartado genérico dentro de los llamados Planes Nacionales y Regionales de Asociación, sin financiación obligatoria, sin reconocimiento jurídico propio y sin garantía alguna de continuidad. La decisión de dejar su implementación a la libre disposición de los Estados miembros equivale, en la práctica, a una condena silenciosa. Lo que no se protege legalmente ni se financia estructuralmente, acaba por desaparecer.

 

Eliminar LEADER de la arquitectura presupuestaria europea supone borrar de un plumazo uno de los pocos programas que ha generado impacto estructural, medible y sostenible en el medio rural. Desde su creación en 1991, LEADER ha canalizado miles de millones de euros hacia proyectos gestionados desde el propio territorio, por actores locales organizados en Grupos de Acción Local. Más de 160.000 proyectos han sido ejecutados con éxito solo en el anterior período de programación (2014-2022). Las inversiones realizadas han impulsado la diversificación económica, el emprendimiento femenino y juvenil, la recuperación del patrimonio, la innovación social, la cooperación interterritorial y la creación de empleo estable en sectores que van desde la agroindustria hasta la cultura o el turismo sostenible.

 

A diferencia de otras políticas de arriba hacia abajo, LEADER ha demostrado que el enfoque participativo y de base comunitaria funciona. Ha contribuido a generar capital social, confianza institucional, capacidad de gestión local y una cultura democrática de corresponsabilidad. Muchos territorios rurales, especialmente aquellos con problemas de despoblación, aislamiento o infrafinanciación crónica, han encontrado en LEADER una vía de esperanza y transformación real. Ha articulado redes de solidaridad, ha reactivado comarcas enteras y ha conectado lo local con lo europeo de manera ejemplar.

 

Cuesta comprender por qué la Comisión Europea, en lugar de reforzar esta herramienta, opta por desmantelarla. LEADER es hoy el único instrumento de gobernanza rural real que existe en la Unión Europea. En torno a él convergen intereses diversos que rara vez coinciden en otros espacios: ayuntamientos, asociaciones y colectivos socioculturales, organizaciones agrarias, pequeñas y medianas empresas locales. Todos ellos trabajan juntos, en pie de igualdad, para diseñar e impulsar estrategias compartidas de desarrollo local. Esta capacidad única de integrar voces y coordinar acciones desde el territorio no tiene equivalente en ninguna otra política europea. Suprimirla es romper ese tejido institucional y comunitario que tanto ha costado construir.


Resulta inaceptable que, tras años de evidencias tangibles, de resultados positivos (siempre mejorables) y reconocidos internacionalmente, la Comisión opte por desarticular uno de los instrumentos más eficaces de política territorial de la Unión. El enfoque que reduce lo rural a lo agrario, o a un espacio residual donde aplicar políticas estandarizadas, no solo es erróneo: es profundamente perjudicial. El medio rural europeo representa diversidad territorial, cultural y productiva. Necesita soluciones adaptadas, pensadas desde su complejidad, no desde la lógica uniforme del medio urbano.

 

La incoherencia del discurso institucional es evidente. Se proclama la defensa de la cohesión, de la sostenibilidad, de la inclusión social. Se declara una lucha activa contra la despoblación. Pero al mismo tiempo, se retira el único instrumento con capacidad real de responder a esos objetivos desde lo local, con participación ciudadana y con capacidad de adaptación territorial. Bajo el pretexto de la simplificación y la flexibilidad, lo que se está haciendo es concentrar el poder en estructuras estatales y desmantelar redes locales y comunitarias que han demostrado eficacia.

 

Modernizar no puede significar recentralizar ni homogeneizar. Una Europa moderna es aquella que reconoce y potencia la diversidad de sus territorios. Que refuerza lo que funciona y respeta la autonomía de las comunidades rurales para diseñar su propio futuro. LEADER no necesita discursos vacíos, necesita garantías jurídicas y presupuesto asegurado. Su valor estratégico debería colocarlo en el centro de las políticas de transición ecológica, innovación social y regeneración territorial.

 

Mientras se asignan cifras históricas a defensa, tecnología o movilidad militar, se borra del mapa presupuestario la principal política de proximidad de la UE. Esta omisión no es neutra: tiene consecuencias sociales, demográficas y económicas de enorme calado. El abandono institucional del medio rural alimenta la desigualdad territorial, la desafección política y la pérdida de confianza en el proyecto europeo.

 

Por ello, resulta urgente y necesario restituir el segundo pilar de la PAC como componente estructural del MFP. LEADER debe ser blindado reglamentariamente y dotado con recursos suficientes, con carácter obligatorio y aplicación en todos los Estados miembros. El desarrollo rural no puede quedar a expensas de prioridades nacionales. Debe ser parte esencial de una visión europea que quiera ser verdaderamente inclusiva, sostenible y cohesionada.

 

Una Europa que margina a sus pueblos no solo comete un error estratégico: traiciona su propia promesa de unidad en la diversidad. Porque sin el medio rural, no hay futuro europeo posible.

lunes, 14 de julio de 2025

Frente al odio: la educación social como arma de resistencia y transformación

 

Los gravísimos acontecimientos vividos en Torre Pacheco no pueden entenderse como simples altercados. Son la expresión violenta de un problema mucho más profundo: el avance de la xenofobia, del racismo organizado, del odio como arma política. Cuando grupos de ultraderecha, llegados de distintas partes del país, patrullan las calles en busca de migrantes a los que agredir, estamos ante una fractura social de gran calado que interpela a toda la sociedad. La respuesta no puede ser exclusivamente policial o judicial. Necesitamos una respuesta firme desde el trabajo comunitario, desde los valores de la educación para la paz, desde una educación social comprometida, crítica y presente en los territorios.

La educación social, tal como se define en su Código Deontológico, es una profesión orientada a promover la dignidad de las personas, la inclusión, la justicia social y la construcción de una ciudadanía participativa. En tiempos de crisis social, su papel es más urgente que nunca. Porque la violencia no nace de la noche a la mañana. Se gesta en la desinformación, en la exclusión, en los discursos de odio impunes, en las desigualdades normalizadas, en el abandono de los espacios comunes. Y ahí, los educadores y educadoras sociales somos agentes fundamentales para tejer comunidad, prevenir el conflicto y restaurar la convivencia.

Es hora de decirlo con claridad: la paz no se improvisa, se educa. Y se educa desde la infancia. Como decía María Montessori, “la educación es el arma más poderosa para la construcción de la paz”, porque enseña a convivir, a comprender al otro, a resolver los desacuerdos sin violencia, a respetar la diversidad. Esta pedagogía de la paz no se limita a las aulas. Necesita salir al barrio, a las calles, a los espacios donde la infancia y juventud crece y se relaciona.

 Por eso es necesario reivindicar la presencia de la educación social en cuatro ámbitos clave:

  1. En el ámbito comunitario, donde el trabajo con la población permite fortalecer el tejido social, combatir estigmas, mediar en conflictos y promover espacios de participación intercultural. La construcción de barrios cohesionados no es espontánea: se necesita de profesionales capaces de activar el diálogo, generar procesos de escucha mutua y articular redes de apoyo vecinal.
  2. En la prevención, actuando antes de que estallen los conflictos. Esto implica estar presentes en los espacios donde se incuban el malestar, la frustración o la radicalización. Significa intervenir con jóvenes que sienten que no tienen oportunidades, con familias vulnerables, con colectivos racializados que viven cotidianamente la discriminación.
  3. En la escuela, como espacio fundamental para educar en valores democráticos, en la empatía y en la resolución pacífica de los conflictos. No basta con contenidos académicos: los centros educativos necesitan educadores sociales que trabajen la convivencia, que ayuden a detectar situaciones de exclusión o bullying, que conecten a la comunidad educativa con su entorno.
  4. En la infancia y juventud, especialmente en aquellos territorios marcados por la desigualdad o el abandono institucional. Porque los discursos de odio encuentran terreno fértil en quienes crecen sin referentes positivos, sin espacios seguros, sin oportunidades reales. La educación social trabaja ahí donde otros no llegan, ofreciendo escucha, vínculos, proyectos de vida, sentido de pertenencia y participación.

Como advertía Paulo Freire, “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Y esas personas se educan también en la calle, en los barrios, en los centros juveniles, en los procesos comunitarios. Si queremos una sociedad más justa, más segura y más democrática, no podemos seguir despreciando lo social. No podemos seguir recortando recursos, invisibilizando profesiones o relegando a la educación social a los márgenes.

En este contexto, es imprescindible que los ayuntamientos asuman su responsabilidad como garantes del bienestar comunitario. La contratación de educadores y educadoras sociales no debe ser una opción residual, sino una prioridad política. Son los municipios quienes mejor conocen las realidades de sus barrios, y quienes pueden —mediante la incorporación de profesionales de la educación social— crear políticas de proximidad que prevengan el conflicto, favorezcan la cohesión social y promuevan la convivencia intercultural.

Los ayuntamientos deben entender que apostar por la educación social es invertir en futuro, en paz, en democracia. Necesitamos estructuras estables, no proyectos puntuales. Contratos dignos, no voluntarismo. Equipos sólidos, no parches de emergencia. La presencia de educadores/as sociales en los servicios municipales de infancia, juventud o acción social es clave para acompañar procesos comunitarios, dinamizar espacios infantiles y juveniles, actuar en situaciones de exclusión y construir ciudadanía desde abajo.

Además, urge abordar de forma crítica el papel de las redes sociales como multiplicadores del odio. Plataformas como Telegram han sido el caldo de cultivo para organizar auténticas “cacerías” humanas, difundir amenazas e incitar a la violencia racista. Esta impunidad debe ser confrontada también desde la educación: educación crítica, digital, ética, que forme a las nuevas generaciones para identificar los discursos manipuladores, para cuestionar la desinformación y para defender los derechos humanos en cualquier entorno, también el virtual.

Los educadores y educadoras sociales no solo trabajamos con personas: trabajamos con valores, con vínculos, con comunidad, con memoria colectiva y con esperanza. Lo hacemos desde una ética profesional que no permite la neutralidad ante el odio, la exclusión o la violencia. Por eso hoy, más que nunca, es necesario decir con firmeza: la educación social es una trinchera de paz en tiempos de guerra simbólica y real. Es una forma de compromiso con la vida digna, con la democracia y con la justicia.

Y no nos vamos a rendir. Porque educar para la paz es mucho más que una utopía pedagógica: es una necesidad política y humana. En Torre Pacheco, en cualquier barrio, en cada rincón donde se pongan en juego los derechos, ahí seguiremos estando. Con el Código Deontológico como brújula, con la comunidad como horizonte y con la convicción de que, aunque el odio grite más fuerte, la paz se construye con hechos, con educación, con cuidados y con compromiso colectivo.