El humo se cuela por las calles de Cervera de Pisuerga como una neblina espesa que huele a madera quemada y hojas secas. Desde la distancia, el horizonte se tiñe de un rojo inquietante al caer la tarde. En Resoba, las llamas dibujan siluetas imposibles sobre las laderas, devorando robledales y hayedos centenarios mientras el viento empuja el fuego hacia el corazón del Valle de Pineda. Las gentes de la montaña miran al monte con el mismo gesto de otros veranos: resignación, tristeza y una pregunta que se repite —¿por qué siempre pasa lo mismo?—.
Este verano, Castilla y León vuelve a ser portada por las llamas. En la Montaña Palentina, el incendio de Resoba ha calcinado cientos de hectáreas en pleno Parque Natural, alcanzando —según estimaciones satelitales— los 19 kilómetros cuadrados. La imagen es devastadora: montes ennegrecidos, fauna huyendo, brigadistas exhaustos y un olor persistente a humo que impregna toda la comarca.
El origen fue un rayo, sí, pero sería ingenuo pensar que ahí termina la explicación. El fuego se alimenta también de años de abandono forestal, de la falta de limpieza de los montes, de cortafuegos mal mantenidos y de un operativo que solo se refuerza en verano. No es solo que falten medios, sino que los que hay trabajan en condiciones que rozan lo inhumano: jornadas de 15 y 16 horas, apenas unas horas de sueño y, en demasiadas ocasiones, sin acceso a lo más básico, como agua potable o comida en el momento adecuado.
No se trata de un hecho aislado. Las torretas de vigilancia carecen de suministro de agua y electricidad, y el mobiliario incumple la normativa más elemental. Quienes ocupan estos puestos deben cargar sus propias garrafas para poder pasar el día. A ello se suma un modelo de lucha contra incendios que depende mayoritariamente de brigadas subcontratadas, con contratos temporales, salarios bajos y plantillas improvisadas. La coordinación se resiente, la experiencia acumulada se pierde y, para colmo, la inversión en cámaras de vigilancia ha resultado poco fiable: generan falsas alarmas y desvían recursos que deberían estar en los frentes activos.
La prevención, que debería ser la clave, continúa relegada. Los alcaldes de la zona lo repiten sin cansarse: “los fuegos se apagan en invierno”. Sin embargo, la planificación forestal y el mantenimiento de los montes siguen siendo insuficientes. Durante los meses fríos no se acometen las limpiezas necesarias ni se mantienen los cortafuegos en condiciones, y cuando llega el verano, el calor extremo y el viento hacen el resto. El resultado es un patrón que se repite cada año: ola de calor, varios grandes incendios simultáneos, un operativo desbordado y un balance final en forma de hectáreas arrasadas y, a veces, vidas humanas truncadas.
A todo ello se suma el abandono progresivo del medio rural. La despoblación ha reducido drásticamente la actividad agroganadera que, durante siglos, ayudaba de forma natural a mantener limpios los montes y a frenar la acumulación de biomasa. Las explotaciones forestales, los pastos y el uso tradicional del territorio actuaban como cortafuegos vivos, imposibles de sustituir únicamente con maquinaria y brigadas temporales. Sin presencia humana permanente, sin aprovechamiento sostenible de los recursos y sin políticas que hagan viables los pueblos, los bosques se vuelven más vulnerables y el fuego encuentra un terreno perfecto para propagarse.
Romper este ciclo exige un cambio profundo. El operativo contra incendios no puede seguir dependiendo de la temporalidad ni de la lógica empresarial del menor coste. Necesitamos brigadistas contratados los doce meses del año, con formación continua, estabilidad y condiciones laborales dignas que les permitan no solo apagar fuegos, sino también prevenirlos. Del mismo modo, la prevención debe convertirse en una política real y sostenida: limpieza de montes, cortafuegos operativos, gestión activa de masas forestales y restauración ecológica de las zonas ya afectadas. Y todo esto ha de ir acompañado de medios materiales adecuados: agua y electricidad garantizadas en todas las bases y torretas, equipos de protección modernos, vehículos seguros y protocolos que prioricen la seguridad de los efectivos sobre cualquier otra consideración.
Finalmente, es imprescindible un ejercicio de transparencia y rendición de cuentas. La ciudadanía tiene derecho a conocer cómo se actúa en cada incendio, qué medios se movilizan, cuáles son los tiempos de respuesta y qué lecciones se extraen para el futuro. Sin esa claridad, el discurso oficial seguirá basculando entre la autocomplacencia y la excusa, mientras el territorio pierde su mayor patrimonio.
La Montaña Palentina no es solo un paisaje idílico para las postales turísticas: es un ecosistema frágil, hogar de especies como el oso pardo, y un recurso vital para el futuro de sus pueblos. Protegerla requiere más que palabras tras la tragedia; exige inversión, compromiso y un modelo de gestión que piense en décadas, no en titulares.
Y cuando todo acabe, cuando el último foco se apague y las brigadas regresen a sus bases, quedará un silencio extraño. Volverán los paseos por los senderos, pero ya no habrá sombra donde antes se alzaban árboles centenarios. Los montes, cubiertos de ceniza, tardarán años en recuperarse; algunos, quizá, nunca lo hagan. Y entonces, cada vez que el viento traiga un leve olor a quemado, recordaremos que aquella montaña ardió no solo por un rayo, sino también por la falta de voluntad de quienes podían haber evitado que las llamas avanzaran.