Belén trabajaba en un piso donde chavales y chavalas menores de 18 años cumplen medidas judiciales. Ella había denunciado recientemente a uno de los jóvenes por amenazas. Lamentablemente, poco después, fue asesinada, un hecho que ha conmocionado al sector de la intervención social y ha puesto de manifiesto las condiciones de extrema precariedad en las que trabajan las profesionales de este ámbito.
El asesinato de Belén no es un caso aislado ni un hecho fortuito. Es la consecuencia de un sistema público que desprotege a quienes trabajan con poblaciones vulnerables. Este trágico suceso evidencia las carencias estructurales del sector de la intervención social, en el que las profesionales se ven sometidas a condiciones laborales indignas, desamparados por las instituciones y sin los recursos necesarios para llevar a cabo su labor de manera segura y efectiva.
La
desprotección de estas trabajadoras es alarmante. Se enfrentan diariamente a
situaciones de riesgo sin contar con protocolos de seguridad adecuados, sin
apoyo psicológico y sin garantías de estabilidad laboral. La precariedad
laboral es una constante en este sector: bajos salarios, jornadas extenuantes,
contratos temporales y falta de reconocimiento profesional. A esto se suma el
abandono institucional, que deja a las profesionales a merced de las
condiciones impuestas por entidades privadas que, en muchos casos, priorizan el
beneficio económico sobre la calidad de la intervención y la seguridad de las
trabajadoras.
Uno
de los problemas más graves es la falta de seguridad en los pisos y centros
donde se atiende a la infancia y adolescencia en situación de vulnerabilidad.
La ausencia de protocolos efectivos pone en peligro no solo a las trabajadoras,
sino también a los propios niños, niñas y adolescentes atendidos. Las
profesionales están expuestas a agresiones verbales y físicas sin contar con
mecanismos adecuados para su protección. En muchos casos, se ven obligados a
soportar estas situaciones por miedo a represalias o al despido, ya que
denunciar estas condiciones puede significar el fin de su contrato.
La externalización de los servicios de intervención social agrava aún más esta situación. La tendencia neoliberal de las administraciones públicas ha llevado a que cada vez más servicios sean gestionados por entidades privadas, cuyo principal objetivo no es garantizar la calidad de la atención, sino reducir costes. Esto se traduce en recortes de personal, contratación de profesionales menos cualificados y deterioro de las condiciones laborales. En lugar de invertir en la mejora de estos servicios, las administraciones delegan su responsabilidad en empresas que operan con lógicas mercantilistas, tratando a las trabajadoras como piezas prescindibles y a los niños, niñas y adolescentes atendidos como simples números en un balance económico.
Los convenios colectivos en este sector reflejan claramente esta situación de precariedad. Los salarios son bajos, las condiciones laborales abusivas y la representación de las profesionales en las negociaciones es mínima. Las trabajadoras tienen que afrontar horarios extenuantes, falta de apoyo institucional y una total desprotección ante situaciones de violencia. La administración no solo no interviene para mejorar estas condiciones, sino que contribuye a empeorarlas al fomentar la externalización y al permitir que las empresas adjudicatarias sigan operando con criterios puramente económicos.
Otro
de los problemas fundamentales es la falta de reconocimiento profesional. A
pesar de la complejidad y la importancia de su trabajo, las profesionales de la
intervención social suelen ser contratadas bajo categorías laborales inferiores
para abaratar costes. En lugar de contratar a educadoras o educadores sociales
con la formación adecuada, muchas entidades optan por contratar auxiliares
técnicos educativos, cuyo salario es menor. Esta práctica no solo perjudica a las
trabajadoras, sino que también afecta a la calidad de la atención que reciben
los niños, niñas y adolescentes, ya que no cuentan con el personal mejor
preparado para atender sus necesidades.
La
formación continua, el apoyo psicológico y el acompañamiento de las trabajadoras
también son aspectos que brillan por su ausencia. Las profesionales se
enfrentan a situaciones de alta carga emocional sin contar con espacios
adecuados para gestionar el estrés y el desgaste psicológico que conlleva su
trabajo. La falta de recursos para la formación impide que puedan actualizar
sus conocimientos y mejorar sus competencias, lo que repercute negativamente en
la calidad de la intervención.
El
panorama es desolador. En un ámbito donde debería primar la defensa de los
derechos de la infancia y la adolescencia, se imponen lógicas de mercado que
anteponen la rentabilidad económica al bienestar de las personas atendidas y de
las trabajadoras. El asesinato de Belén es un reflejo de estas políticas
públicas que han precarizado la intervención social en el sector de los
cuidados hasta límites insostenibles. No se trata de un caso aislado, sino de
la consecuencia de un sistema público que prioriza el ahorro y la
externalización por encima de la seguridad, la calidad del servicio y los
derechos humanos.
Es
urgente un cambio de rumbo. Las administraciones públicas deben asumir su
responsabilidad y garantizar condiciones dignas para las profesionales de la
intervención social. Es necesario que se establezcan convenios colectivos
justos, que se implementen protocolos de seguridad efectivos y que se reconozca
el valor del trabajo de estas profesionales. La externalización de los
servicios debe ser revisada y limitada, priorizando siempre la gestión pública
y la inversión en recursos que aseguren una atención de calidad. Además, es
fundamental que se brinde apoyo psicológico y formación continua a las
trabajadoras, garantizando que puedan desarrollar su labor en condiciones
adecuadas y con las herramientas necesarias para afrontar los desafíos de su
trabajo.
Nadie
debería ir a trabajar con miedo. Nadie debería verse obligado a elegir entre su
seguridad y su empleo. La intervención social es una labor fundamental para la
construcción de una sociedad más justa y equitativa, y es responsabilidad de
todas garantizar que quienes la llevan a cabo puedan hacerlo en condiciones
dignas y seguras. El asesinato de Belén no puede quedar en el olvido ni ser
tratado como un hecho aislado. Debe ser un punto de inflexión para exigir
cambios reales y estructurales en un sector que ha sido precarizado durante décadas.
Es momento de actuar y de reivindicar una intervención social basada en el
respeto, la seguridad y la dignidad de todas sus profesionales.
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