¿Por qué la escuela pública necesita más que nunca la educación social?
Cada 20 de
noviembre celebramos el Día Universal de la Infancia, una fecha que
conmemora la adopción de la Declaración de los Derechos del Niño (1959)
y la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) por la Asamblea
General de las Naciones Unidas. Ambas supusieron un compromiso histórico:
reconocer que los niños y las niñas son sujetos de pleno derecho, que merecen
crecer en entornos seguros, felices y justos, donde se respeten su dignidad, su
voz y su bienestar. Sin embargo, más de tres décadas después, la distancia
entre la letra de los derechos y su aplicación cotidiana sigue siendo demasiado
grande. Y uno de los espacios donde esta brecha se hace más visible es,
paradójicamente, en la escuela.
El sistema educativo, concebido como garante
del derecho a la educación, continúa centrando buena parte de sus esfuerzos en
lo estrictamente académico, dejando en un segundo plano las realidades
sociales, familiares y emocionales que atraviesan a la infancia y la
adolescencia. En demasiadas ocasiones, las aulas se convierten en escenarios
donde se evidencian problemáticas profundas —violencia, acoso escolar,
adicciones, desigualdades, pobreza infantil o conflictos familiares— que
exceden las competencias del profesorado y desbordan la capacidad de respuesta
de los centros. Estas situaciones, sin embargo, no pueden ni deben ser
ignoradas. La educación no es solo transmisión de conocimientos, sino un
proceso integral de crecimiento personal, social y comunitario. Y para que ese
proceso sea realmente inclusivo, humano y transformador, es imprescindible
incorporar en los centros educativos la mirada profesional de la educación
social.
A pesar de
los avances normativos y de las reiteradas reivindicaciones del Consejo General de Colegios de Educadoras y Educadores Sociales y de los diferentes colegios
profesionales, la mayoría de las comunidades autónomas todavía no cuenta con
educadores y educadoras sociales en los centros de educación primaria y
secundaria. Su ausencia deja un vacío evidente: el de la atención a la
dimensión social y comunitaria del alumnado, el acompañamiento a las familias
en contextos de vulnerabilidad y la mediación en conflictos que, sin la
intervención adecuada, tienden a cronificarse o a resolverse de manera
superficial. El profesorado, con toda su implicación y vocación, se ve muchas
veces obligado a atender problemáticas que van más allá de su formación o
disponibilidad, mientras la administración educativa continúa sin reconocer la
necesidad de un trabajo verdaderamente interdisciplinar dentro de la escuela.
La figura del educador o la educadora social no es un
lujo ni un complemento: es una necesidad. Su presencia en los centros
educativos permitiría abordar la convivencia, la prevención de la violencia, la
inclusión y la participación desde una perspectiva más amplia, que integre a
toda la comunidad educativa. Porque educar no es solo enseñar matemáticas o lengua, sino también
ayudar a construir ciudadanía, fomentar el respeto, promover la empatía y
prevenir situaciones de exclusión o conflicto. La educación social aporta
precisamente esa mirada global, preventiva y relacional que el sistema
educativo necesita para dar respuesta a los retos de la sociedad líquida en la
que estamos inmersos, caracterizada por la fragilidad de los vínculos, la
incertidumbre y la constante transformación. Como advertía Zygmunt Bauman, “en una sociedad líquida, nada está
destinado a durar”, y precisamente por eso la escuela necesita apoyarse en
figuras capaces de generar estabilidad, acompañamiento y comunidad. La educación social representa ese anclaje
humano que permite sostener a la infancia y la adolescencia en un entorno
cambiante, ayudándolas a construir referentes sólidos y redes de apoyo en
medio de la volatilidad contemporánea.
La escuela,
tal como está configurada hoy, mira mucho, pero no siempre ve. Ve los
resultados, las notas, los comportamientos visibles, pero a menudo no alcanza a
percibir lo que se esconde detrás: las heridas emocionales, las carencias
afectivas, las desigualdades estructurales. Incorporar la educación social a
los colegios e institutos permitiría mirar más allá del aula y entender que
cada niño y cada adolescente llegan al centro educativo con una historia que
los define y los condiciona. Un educador o educadora social puede trabajar con
el entorno familiar, colaborar con los servicios sociales, mediar en
conflictos, intervenir en casos de acoso, coordinar acciones con el tejido
asociativo del barrio y, en definitiva, tejer redes de apoyo que fortalezcan
el bienestar del alumnado y la cohesión de la comunidad.
La educación social tiene, además, una virtud esencial: su carácter de “figura no docente”. Esta posición la dota de una flexibilidad única para actuar desde la prevención, la mediación y la participación. No está sujeta a la lógica de la evaluación o el currículo, sino al acompañamiento, a la escucha y a la acción socioeducativa. Es un agente educativo y, al mismo tiempo, un puente entre la escuela y la vida, entre el centro y su entorno. En una sociedad cada vez más compleja y diversa, donde la infancia y la adolescencia enfrentan desafíos múltiples, ese puente se vuelve imprescindible para garantizar que la escuela no sea un espacio aislado, sino un verdadero nodo de convivencia y transformación social.
Sin embargo, una escuela así - abierta, crítica, participativa y consciente de su papel transformador - no suele agradar a muchos responsables políticos ni a los tecnócratas de la educación, acostumbrados a concebir el sistema educativo como un mecanismo de control social más que como un espacio de emancipación. Prefieren una escuela dócil, centrada en los resultados e informes PISA, antes que una escuela viva que cuestione las desigualdades y promueva la participación activa de la comunidad. La educación social, en cambio, introduce una mirada incómoda pero necesaria: la que pone en el centro a las personas, sus contextos y sus derechos, recordando que educar no es formar súbditos obedientes del sistema capitalista, sino ciudadanos críticos, solidarios y libres.
Reivindicar
en este Día Universal de la Infancia la incorporación de educadoras y
educadores sociales en todos los centros educativos es, por tanto, un acto de
justicia y de responsabilidad colectiva. No se trata solo de mejorar el
funcionamiento de la escuela, sino de hacer efectivos los derechos de la
infancia, de asegurar que cada niño y niña encuentre en la educación un
espacio seguro, acogedor y humano donde pueda desarrollarse plenamente. Hablar
de educación social es hablar de prevención, de mediación, de acompañamiento,
de comunidad; es hablar de una educación que no abandona a nadie, que entiende
que el aprendizaje es también un proceso emocional y social.
El
compromiso con la infancia no puede limitarse a un día en el calendario ni a
discursos buenistas. Es hora de que la sociedad y las administraciones públicas
asuman que la educación es un proyecto común que se construye con múltiples
miradas. Entre ellas, la de la educación social, que aporta una visión
integradora, sensible y profundamente humana. Porque la escuela no debería ser
solo un lugar donde se enseñan conocimientos, sino un espacio donde se aprende
a vivir, a convivir y a ser parte activa de una comunidad.
En este 20
de noviembre, celebremos los derechos de la infancia reclamando una escuela que
los haga realidad cada día. Una escuela
donde la educación social tenga el lugar que merece: el de agente de cambio, de
prevención, de acompañamiento y de esperanza. Una escuela con alma social,
donde cada niño y cada niña puedan sentirse comprendidos y cuidados. Solo así
estaremos reivindicando de verdad el espíritu de la Convención de 1989 y
construyendo un futuro más justo, más humano y más digno para todas las
infancias.

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