Los márgenes de la Educación Social: intrusismo, invisibilidad y la urgencia de situarla en el centro

 


La Educación Social continúa relegada a los márgenes. Márgenes de la política, de la academia, de la sociedad y, cada vez más, de la propia profesión. A pesar de su enorme valor para garantizar cohesión social, inclusión y equidad, sigue sin ocupar el lugar central que merece. La paradoja es evidente: cuanto más necesaria resulta para responder a los retos sociales contemporáneos, más relegada queda en términos de reconocimiento, recursos y visibilidad.

Uno de los márgenes más preocupantes es el intrusismo profesional. En demasiadas ocasiones, las administraciones y entidades optan por contratar a personas sin formación universitaria específica, sin competencias contrastadas y sin respaldo académico. Bajo la excusa de “ahorrar costes”, se confían a perfiles poco cualificados funciones que requieren un conocimiento sólido de la pedagogía social, la mediación y la intervención comunitaria. Este intrusismo precariza la profesión, degrada la calidad de las políticas públicas y, lo más grave, vulnera los derechos a los colectivos más vulnerables, que reciben una atención insuficiente. Porque las políticas sociales no son un gasto: son una inversión. Y ahorrar contratando a quien no está preparado implica pagar más tarde el precio de la prevención, exclusión, el conflicto y la desigualdad.

A este se suma el margen laboral. Aun quienes cuentan con la titulación universitaria y la experiencia adecuada suelen enfrentarse a la precariedad: contratos temporales, salarios bajos, sobrecarga de trabajo y falta de estabilidad. Esta situación contrasta con la enorme responsabilidad de la profesión, que implica acompañar procesos vitales complejos y trabajar en entornos de alta vulnerabilidad. La precarización no solo afecta a los y las profesionales, sino también a la continuidad, calidad e infrafinanciación de los proyectos socioeducativos, que dependen de la rotación constante de equipos técnicos.

Otro margen relevante es el del reconocimiento académico y científico. La Educación Social ha avanzado en las últimas décadas en cuanto a investigación y producción teórica, pero aún existe una brecha entre la práctica profesional y el mundo académico. La disciplina a menudo queda invisibilizada frente a otras áreas de conocimiento, y ello dificulta la consolidación de líneas de investigación, la transferencia de resultados y la construcción de políticas basadas en evidencia.

No podemos olvidar tampoco el margen social y cultural. La Educación Social sigue siendo una gran desconocida para buena parte de la ciudadanía. Su labor se percibe difusa, muchas veces confundida con el voluntariado o reducida a “apoyo social”. Esta invisibilidad refuerza la idea de que la educación ocurre solo en las aulas formales, cuando en realidad la acción socioeducativa en contextos comunitarios es fundamental para garantizar la cohesión y la participación ciudadana.

Un actor clave en la defensa de la profesión son los colegios profesionales de los diferentes territorios y el Consejo General de Colegios de Educadoras y Educadores Sociales (CGCEES). Estas instituciones no solo velan por la deontología y combaten el intrusismo, sino que también ejercen de interlocutores ante las administraciones, reivindicando la necesidad de políticas públicas de calidad. Su labor es indispensable para ordenar el ejercicio profesional y dotarlo de legitimidad social e institucional, garantizando que la Educación Social no sea percibida como un voluntarismo asistencialista, sino como una disciplina universitaria con rigor académico, ético y metodológico.

Pero quizás el más profundo y estructural sea el margen político. La Educación Social no ocupa el centro del debate ni de la planificación estratégica de las administraciones. Se invoca con frecuencia en discursos sobre inclusión, igualdad o convivencia, pero rara vez se traduce en compromisos presupuestarios sólidos, ni en planes de largo plazo. Este déficit político relega a la profesión a la periferia de la gestión pública, condenándola a depender de programas temporales, convocatorias precarias o iniciativas puntuales.

El margen político se manifiesta en la falta de visión. Mientras se destinan recursos crecientes a áreas como seguridad, infraestructuras o tecnología, la inversión en lo social sigue viéndose como un gasto accesorio, y no como una inversión preventiva y estratégica. La Educación Social es política en el sentido más noble del término: construye ciudadanía, fomenta participación, previene conflictos y fortalece la cohesión democrática. Sin embargo, los gobiernos no han sabido —o no han querido— situarla como un eje transversal de sus políticas. Y esto tiene consecuencias graves: programas que desaparecen al cambiar de legislatura, ausencia de plazas estables en los servicios públicos, descoordinación entre administraciones y una ciudadanía que recibe mensajes contradictorios sobre el valor real de lo social.

Si la Educación Social permanece en los márgenes políticos, todo su potencial transformador queda desaprovechado. Reconocerla en la agenda pública no significa únicamente contratar más profesionales, sino integrarla en la planificación estructural de las políticas sociales, educativas, culturales y comunitarias. Significa entender que no hay convivencia, igualdad ni justicia sin un trabajo socioeducativo riguroso. Y significa, en definitiva, apostar por una visión política que mire más allá del corto plazo y reconozca que la cohesión social se construye desde la base, con profesionales cualificados y proyectos sostenidos en el tiempo.

En conclusión, los márgenes de la Educación Social son múltiples: intrusismo, precariedad laboral, invisibilidad social, falta de reconocimiento académico y ausencia en la agenda política. Todos ellos se retroalimentan y empujan a la disciplina hacia la periferia, cuando en realidad debería estar en el centro de las políticas públicas. Revertir esta situación implica voluntad política, blindaje profesional y un compromiso firme con la idea de que lo social no es un gasto residual, sino una inversión estratégica en cohesión y democracia. Pero, sobre todo, implica entender que la Educación Social es una herramienta esencial para la justicia social: sin su reconocimiento, fortalecimiento y profesionalización, estaremos construyendo sociedades desiguales y frágiles; con ella, estaremos cimentando comunidades más inclusivas, equitativas y resilientes, donde la dignidad y los derechos de todas las personas ocupen, de una vez por todas, el centro.

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