Por mucho tiempo, se ha instalado una idea tan equivocada como peligrosa: que el medio rural es sinónimo de atraso, lentitud, ignorancia; y que lo urbano, en cambio, representa progreso, inteligencia, futuro. Pero, ¿y si fuera al revés? ¿Y si esa visión no es más que el reflejo de una cultura que ha confundido velocidad con evolución, consumo con bienestar, y ruido con vida?
Vivimos en una época donde los grandes centros urbanos, supuestamente modelos de desarrollo, están al borde del colapso. Atascos interminables, aire irrespirable, crisis habitacional, soledad en medio de la multitud, estrés crónico, alimentos sin origen, agua sin pureza, ansiolíticos, tiempo sin alma. Si eso es progreso, ¿por qué nos sentimos cada vez peor?
La barbarie ya no es lo remoto ni lo desconocido. Hoy habita en el centro de las grandes ciudades. Es la desconexión total con la tierra, con los ritmos vitales, con los procesos naturales. Es vivir sin saber de dónde viene lo que comemos ni a dónde va lo que desechamos. Es vivir sin tiempo para vivir. Y es, también, mirar hacia ‘lo rural’ y ver solo nostalgia, sin entender que ahí puede estar la clave de lo que viene.
Durante décadas, la narrativa dominante ha alimentado una silenciosa tragedia: la despoblación rural. Pueblos que se vacían, escuelas que cierran, servicios que desaparecen. El éxodo hacia las ciudades no ha sido libre ni voluntario; ha sido la consecuencia de décadas de abandono. ¿Cómo quedarse en un lugar donde ya no hay médico, ni empleo, ni transporte, ni futuro? ¿Cómo resistir cuando incluso la política y los medios ignoran sistemáticamente estos territorios?
Pero la despoblación no es solo una consecuencia; es una advertencia. Es el síntoma de un modelo insostenible, que concentra oportunidades en unas pocas ciudades mientras abandona los territorios que alimentan, oxigenan y sostienen al conjunto.
La ruralidad no es ausencia: es resistencia. Es una forma de habitar el mundo que reconoce los límites, valora el equilibrio y proyecta el futuro con los pies en la tierra, literalmente. Es calidad de vida, paisajes que enseñan, agricultura y ganadería regenerativas, soberanía alimentaria, aire limpio, silencio fértil. Es tiempo. Tiempo para trabajar, pero también para descansar, pensar, compartir. Es infancia con aire puro, vejez acompañada, juventud con propósito.
Innovar no es solo programar una App; también lo es recuperar suelos, captar carbono desde el cultivo, generar energía limpia, diversificar la producción, reconstruir comunidad. Desde los pueblos se está pensando el mundo que viene, porque en muchas ciudades actuales ya no hay espacio ni margen para imaginar algo más allá de la supervivencia.
Pero nada de esto será posible si no revertimos el abandono. La despoblación no se combate con nostalgia, sino con derechos. Con conectividad real, infraestructuras adaptadas, servicios públicos garantizados. Con políticas que no vean al medio rural como una carga a gestionar, sino como un motor a impulsar.
No se trata de romantizar la vida rural —que tiene también sus desafíos—, sino de entender que en la escala humana, en el vínculo con la naturaleza, en la producción con conciencia, puede estar la base de un nuevo progreso. Uno que no se mida solo por el crecimiento del PIB, sino por la salud de los ecosistemas, el bienestar de las personas y la continuidad de la vida.
“Ruralidad o barbarie” no es una consigna exagerada. Es una bifurcación real. Podemos seguir apostando por un modelo que nos aleja de lo esencial, o podemos volver a mirar al medio rural —no como pasado, sino como posibilidad— y reconstruir desde ahí un nuevo horizonte.
Porque tal vez el verdadero progreso… consista, simplemente, en volver a pertenecer.
Gracias Javier por la reflexión. Coincido en el análisis, en mi caso pensado más desde la ciudad, pero mirando siempre más allá.
ResponderEliminarMe quedo con: "Pero la despoblación no es solo una consecuencia; es una advertencia..." "La ruralidad no es ausencia: es resistencia". Un abrazo