En los pueblos de Castilla donde las campanas suenan a lo lejos y las
calles tienen nombre propio para cada vecina y vecino, también se siente el
peso del silencio que deja la marcha constante de generaciones enteras. La
despoblación no es solo un fenómeno demográfico: es una herida social, una
pérdida de vínculos, de memoria, de identidad compartida. Y sin embargo, esos
territorios siguen latiendo, esperando una mirada comprometida que reconozca su
valor y sepa acompañarlos hacia un nuevo horizonte. Esa mirada es la de la
educación social.
La educación social se instala en la vida cotidiana, escucha, comprende,
construye junto a las personas. En el medio rural, su labor adquiere un valor
incalculable: está llamada a ser motor de cohesión, canal de participación,
generadora de sentido y facilitadora de procesos de transformación comunitaria.
Quienes ejercen la educación social en el medio rural lo saben bien:
trabajar en el territorio no es solo intervenir sobre problemas, sino despertar
capacidades, hacer emerger la voz colectiva, devolver a las comunidades la
conciencia de su poder. En cada encuentro, en cada conversación, en cada
proyecto compartido, se cultiva lo que Paulo Freire llamó la “conciencia
crítica”, esa capacidad de comprender el mundo para transformarlo. La
educación, como él afirmaba, no cambia el mundo por sí sola, pero cambia a las
personas que pueden cambiar el mundo.
Desde esta pedagogía transformadora, la educación social propone una
práctica profundamente ética, centrada en el diálogo, el respeto mutuo y la
participación activa. No viene a salvar pueblos, sino a caminar junto a ellos,
a reconocer su sabiduría, su historia, sus luchas, sus sueños. A facilitar
procesos en los que la comunidad se reconozca como protagonista de su propio
devenir.
Los educadores y educadoras sociales, al intervenir en estos contextos,
detectan necesidades (in) visibles para otros enfoques técnicos. Acompañan a
las personas mayores que viven solas, crean espacios de encuentro entre jóvenes
que buscan un motivo para quedarse, apoyan a las familias que resisten con
esfuerzo, fortalecen a asociaciones locales que luchan por mantener viva la
cultura, el patrimonio, las tradiciones, la historia.
Pero la educación social no se limita a intervenir en lo urgente: trabaja
también con lo importante. Propone proyectos a largo plazo, crea itinerarios de
participación, fomenta el liderazgo comunitario, articula redes entre agentes
del territorio. Ayuda a que los pueblos se reconozcan a sí mismos no solo como
lugares que se resisten a desaparecer, sino como espacios llenos de vida y
posibilidades.
Acciones concretas como la creación de talleres comunitarios, la
dinamización de espacios intergeneracionales, el acompañamiento educativo a
personas en riesgo de exclusión, la formación en competencias para la
ciudadanía activa o la facilitación de procesos participativos en la toma de
decisiones locales son solo algunas de las múltiples formas que puede adoptar
la intervención socioeducativa en el medio rural. Cada una de ellas, bien
orientada y con continuidad, siembra arraigo, pertenencia y proyecto de vida.
Además, la educación social puede jugar un papel clave en los procesos de
acogida de nuevos vecinos y vecinas, trabajando por la convivencia, la
inclusión y la integración de quienes llegan a repoblar. Puede facilitar el
encuentro entre culturas, entre generaciones, entre modos de vida distintos,
construyendo puentes en lugar de muros.
Frente al reto demográfico, hacen falta políticas públicas sostenidas,
inversión en servicios y recursos estructurales. Pero también hacen falta
profesionales capaces de activar comunidades desde dentro, de reconstruir el
tejido social desde la confianza y la participación. Y eso es, precisamente, lo
que aporta la educación social.
Porque repoblar no es solo llenar casas vacías: es volver a hacer
comunidad. Es dignificar la vida en el territorio. Es hacer posible que cada
persona pueda desarrollar su proyecto vital sin tener que irse.
La educación social, con su vocación humanista y mirada holística, con su
apuesta decidida por la justicia social y la equidad territorial, tiene la
capacidad de ser una fuerza transformadora en esta tarea. Una fuerza silenciosa
pero persistente, que cree en las personas, en los procesos y en la capacidad
de los pueblos para reinventarse sin perder su esencia.
Frente al abandono, presencia. Frente a la soledad, encuentro. Frente a la
resignación, proyecto. Frente al olvido, memoria colectiva. Frente a la
despoblación, educación.
Porque educar en el medio rural es mucho más que enseñar: es cuidar, es
acompañar, es hacer posible. Es sembrar futuro en la tierra que nos sostiene.
Es, como nos enseñó Freire, un acto de amor y de valentía. Una práctica de
libertad.
¡Enhorabuena Javier por tu texto! Me ha emocionado, porque describes muy bien mi trabajo del día a día. La educación social y Freire tienen más relación y sentido cada día y en el medio rural se multiplica por dos.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras, Carmen.
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