La deriva que no queremos
A veces pienso que la Comisión Europea debería leer La balsa de piedra no como una genialidad literaria,
sino como un espejo incómodo. Porque el día que anunció su intención de no garantizar una financiación mínima para los grupos
de acción local (GAL) y el programa LEADER a partir de 2028, sentí
algo similar a lo que debió de sentir la península ibérica en la novela de
Saramago cuando comenzó a separarse del continente: un crujido profundo, casi
simbólico, que anunciaba que algo esencial estaba dejando de encajar.
Yo estaba en la sede del grupo de acción local,
rodeado de carpetas marcadas con nombres de proyectos, con cafés que se enfrían
mientras discutimos cómo mantener vivo lo que otros dan por perdido. Aquella
mañana revisábamos algunos expedientes: una pequeña cooperativa láctea que
quiere modernizarse, un plan para atraer jóvenes al sector agroalimentario, la
recuperación de un antiguo camino para uso turístico… el tipo de proyectos que
no salen en titulares, pero que sostienen la vida rural día tras día. Y, de pronto,
un mensaje: la Comisión Europea plantea eliminar la garantía mínima de
financiación para LEADER.
La sala se quedó en silencio. Y no fue un
silencio de sorpresa, sino ese otro - más hondo - que aparece cuando intuimos
que una decisión tomada a cientos de kilómetros puede torcer el rumbo de todo
un territorio.
Fue entonces cuando recordé La balsa de piedra. En la novela, la
península se desprende y avanza hacia el océano, ajena a la incomprensión del
resto de Europa. Y pensé: ¿no está ocurriendo algo parecido aquí? ¿No estamos
siendo empujados hacia una deriva que nadie en Bruselas parece dispuesto a
mirar de frente? Porque, seamos claros: quitar
a los grupos de acción local la financiación mínima no es un ajuste técnico, ni
un cambio neutro; es un retroceso político y social. Es debilitar el
corazón mismo del enfoque LEADER, que se basa en la participación local, en la
cooperación entre actores, en la innovación, en esa proximidad que ninguna administración
pública sustituir.
Mientras seguía leyendo los detalles de la
propuesta, comprendí que esto es más que una cuestión presupuestaria. Es una
señal preocupante. Como si Europa olvidara que la cohesión territorial no se
construye sola, que detrás de cada proyecto impulsado por LEADER hay personas,
voluntades, compromisos y también fragilidades. Y sobre todo, que el desarrollo
rural no puede depender exclusivamente de la competencia por fondos, porque hay
zonas donde competir ya es, por sí mismo, un obstáculo casi insuperable.
Pensé en las personas mayores, que llevan
décadas intentando que el pueblo no se apague; pensé en la población joven que
buscan oportunidades sin tener que marcharse; pensé en quienes emprenden con
valentía, aun sabiendo que el mercado no siempre está de su lado. ¿Qué mensaje
les damos si dejamos de garantizar un apoyo mínimo? ¿Cómo se supone que deben
creer en un futuro en el que ni siquiera las instituciones europeas mantienen
firme el compromiso con su territorio?
Y mientras reflexionaba, me di cuenta de otra
cosa: en La balsa de piedra,
cuando la península se separa, quienes viven en ella no se resignan. Observan,
interrogan, se organizan. No renuncian a entender su destino ni a reclamar un
lugar en el mapa europeo. Esa actitud es la que necesitamos ahora.
Porque esto
no va solo de fondos, va de visión y voluntad política.
Va de decidir si los pueblos tienen derecho a existir más allá de la
retórica. Va de decidir si la participación social de la población local importa.
Va de reconocer que el programa LEADER ha sido, durante más de tres décadas,
una herramienta que ha dado voz y capacidad a territorios que nunca la habían
tenido.
Yo, que hablo desde un territorio pequeño, sé
que sin esa financiación mínima garantizada muchos grupos de acción local verán
peligrar su estructura, su continuidad, su capacidad de actuar. Y sé también
que cuando un GAL se debilita, no pierde solo una oficina o un equipo técnico: pierde un territorio entero.
Por
eso escribo esto.
Porque callar sería dejar que la
balsa siga alejándose sin resistencia.
Porque reivindicar es un derecho,
pero también una responsabilidad cuando lo que está en juego es el futuro del
medio rural.
No somos un fragmento desprendido ni
una pieza prescindible.
Somos parte de Europa. Y Europa debería actuar como si lo creyera.

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